Xento

El Vacío

El aire en Xento olía a un millón de años de nada. Era una fragancia metálica y desoladora, una mezcla inerte que picaba en las fosas nasales con el recuerdo distante de la ceniza y el frío eterno. No era el frío punzante de la alta atmósfera, sino la ausencia total de calor, de vida y de propósito. Era el epitafio geográfico de la guerra eterna.

Xento era, por decreto cósmico, una tierra de nadie. Un vasto, melancólico e infinito paisaje sin accidentes geográficos significativos, salvo por las ocasionales formaciones de basalto que surgían del suelo como los huesos de gigantes muertos. El cielo era un lienzo perpetuamente gris pálido, no por nubes, sino por la dispersión de luz y sombra que luchaban constantemente a kilómetros de altura. El suelo mismo era el resultado de un conflicto primordial: una mezcla inerte de arcilla plateada cristalizada por el maná angelical y ceniza volcánica negra, compactada por el hollín demoníaco. Era la única cicatriz del cosmos donde los hilos de La Ciudad Plateada y las Tierras Bajas podían tocarse sin que el contacto generara una conflagración que consumiera galaxias enteras.

Este páramo, este punto medio exacto, era la sede del encuentro milenario. Una pausa forzosa, más que una tregua, donde Dios y Siod, los arquitectos de la luz y la sombra, se miraban a través del abismo del odio.

Caelia, con la luz dorada de mil soles atrapada en su cabello, sintió el familiar pellizco de la extrañeza de Xento en sus pulmones. El ambiente carecía de la resonancia armónica de su hogar.

Ella era la heredera de la Ciudad Plateada, el pináculo de la creación, un reino construido sobre la base inmutable del Orden y la Pureza. En su reino, cada nota musical era perfecta, cada línea de arquitectura seguía la geometría divina, y cada acción estaba dictada por el bien superior, el cual era, por definición, el bien de Dios.

Desde el momento en que sus alas, del color de la plata recién pulida, la sostuvieron por primera vez en vuelo, la habían criado con himnos de santidad y la misma verdad susurrada: los demonios son la corrupción, la mancha que debe ser purificada, la antítesis del diseño divino.

Su apariencia era la encarnación de este dogma. Su armadura, etérea y blanca, no era forjada con metal pesado, sino tejida con pura energía lumínica, brillando con una pureza casi dolorosa que contrastaba violentamente con el suelo ceniciento. Sus ojos, dos zafiros puros, no reflejaban duda. Eran los ojos de alguien que había vivido toda su existencia en la certidumbre absoluta de su causa.

Sin embargo, a medida que el tiempo se acercaba al encuentro, una astilla de incomodidad se había clavado en su alma. Los pergaminos antiguos que leía hablaban de una guerra de hace eones, no de la necesidad, sino de la elección. Dios le había enseñado que el primer demonio fue un accidente, una voluntad que se desvió. Pero Caelia no podía evitar preguntarse: ¿Puede una desviación ser, en sí misma, tan poderosa como la fuente?

Se mantuvo erguida al lado de su padre, Dios. Su padre, vasto y resplandeciente, no mostraba emoción, solo la fría majestad de la autoridad incontestable. Su presencia emitía un calor limpio que, en la Ciudad Plateada, era reconfortante; aquí, en Xento, era un desafío. Caelia sentía el peso no solo de su armadura, sino del destino de su civilización. Si este encuentro fallaba, ella sería la general, la espada que lideraría la purificación final. Y eso, sorprendentemente, no le producía el fervor que se suponía debía sentir.

Frente a ella, a pocos metros, se encontraba Pietro. El Príncipe Heredero de las Tierras Bajas, el reino subterráneo y ardiente donde la ley era la Voluntad y el único pecado era la esclavitud.

La vida de Pietro había sido un crisol. Había crecido en fraguas que nunca se apagaban, en medio del rugido de los volcanes de maná y el eco de martillos que forjaban destinos propios. Había sido adoctrinado con una verdad igualmente innegable: los ángeles son la tiranía, criaturas de luz cegadora que buscan esclavizar la voluntad y reprimir la capacidad de elección. Su "orden" es veneno disfrazado de bondad.

Su apariencia reflejaba su origen. Su piel era de un pálido casi translúcido, contrastando con un traje y armadura como la obsidiana pulida. Su cabello, de un negro azabache tan denso que desafiaba la luz circundante, parecía absorberla. Lo más impresionante eran sus alas, que se desplegaban en un manto de terciopelo carmesí en el envés y hollín puro en el anverso. Eran alas de guerrero, gruesas, con plumas resistentes y marcadas por el calor.

Pietro había aprendido a canalizar su frustración en fuerza. Golpeaba las rocas de ceniza de su hogar con una brutalidad calculada, liberando la furia de su confinamiento. En su mundo, la pasión no era un defecto, sino la máxima expresión de la vida. Él era el hijo de esa pasión, entrenado para la guerra, destinado a liderar la aniquilación de la luz cegadora.

Y, sin embargo, en los últimos siglos, había surgido una grieta en su adoctrinamiento. Siod, su padre, el señor de la Voluntad, le había instruido que el odio debía ser absoluto. Pero Pietro, en sus escasas incursiones a la superficie para patrullar las fronteras neutrales, había visto fragmentos de luz. No la luz tiránica de la Ciudad Plateada, sino los reflejos fríos de estrellas distantes o la suave bioluminiscencia de ciertas formas de vida fronteriza. Siempre era diferente a la luz que le habían enseñado a despreciar. Era una luz que no exigía obediencia, sino que simplemente existía.

Ahora, frente a Caelia, junto a su padre, Siod, esa duda se convirtió en un nudo en su garganta. Siod, con su sonrisa de colmillos y su aura hirviente, era la voluntad encarnada, pura y sin diluir. Se mantuvo en silencio, dejando que el calor de su sola presencia desafiara el aire frío de Xento.




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