―Sí, claro. Estaba ayudando a arreglar una situación aquí con el hijo de mi sobrina, pero ya que todo quedó resuelto pronto estaré de regreso en la hacienda…. Sí, sin problema, nos veremos en el bar de siempre… Sí, di a los muchachos que esta vez las cervezas van por mi cuenta.
El tío Lacho entraba a la casa hablando por un teléfono móvil con una amplia sonrisa.
―¡Ah que los amigos! Ya están ansiosos por volverme a ver y… ―de repente vio al hombre alto y calvo levantarse con una sonrisa hacia él―… ¡Campeón! ―la voz se le volvió un hilo, tragó saliva con dificultad y habló con una risa nerviosa―, ¿qué lo trae por acá?
―¡Mi estimado Horacio! ―el hombre lo abrazó con tanta fuerza que hasta sus ojos se desorbitaron―. ¡No sabe el gusto que me da verlo! Pues heme aquí, listo para llevarme a Balam directo a la iglesia. Ya hice todos los acuerdos con los chamanes de mi clan, en cuanto lleguemos, mi Ixchel contraerá matrimonio con el futuro guerrero sol.
―Supongo que será una ceremonia bellísima ―dijo Rosa con total sarcasmo.
―Rosa, no, te juro que de esto sí que no tengo nada qué ver. Yo no recuerdo una tal Ixchel en absoluto ―dijo Balam agitando sus manos.
―¿Él es Balam? ―el boxeador se acercó a Balam examinando su cuerpo de una forma que llegó a ser incómoda.
―Este… ¿qué hace?
―Buen físico ―dijo apretando sus pechos―, brazos fuertes… algo chaparro ―agregó comparando su estatura con la de Balam.
―¡Oiga!
―Y parece que… ―la inspección se volvió más incómoda cuando fijó su mirada en su entrepierna―… ¡bueh! Un tamaño promedio…
―¿Cómo que promedio? ―reclamó Balam.
―Será suficiente para engendrar. Bien, Horacio, creo que todo está en orden ―el boxeador se dirigió a Lacho―. Entonces, ¿para cuándo…? ―el hombre se interrumpió al escuchar algunas gotas de lluvia resonaron en el techo―… ¡Está lloviendo! ―corrió hacia la puerta chocando con un hombre regordete de baja estatura.
―¡Tapón! ¿En dónde está Ixchel?
―Este… perdone campeón, es que empezó a llover… y se hizo un charco cerca del coche, y usted sabe que…
―¿La dejaste escapar? ―el boxeador levantó al hombrecillo por la solapa, amenazando con golpearlo con su otro puño.
―Es que, ¿qué le digo? ―el asistente habló con una risita nerviosa―, ya sabe cómo es la muchacha: ágil, audaz, fuerte… es igual a su padre.
―Bueno ―el boxeador bajó al hombrecillo―, eso no lo puedo negar, heredó mi fuerza y habilidad, pero… ―un repentino golpe envió a su asistente al otro lado de los invernaderos―. ¡Más te vale que la encuentres y la traigas de regreso!
―No lo entiendo ―preguntó Narcisa cuando el boxeador entró―, ¿por qué la lluvia hace escapar a su hija?
―Es una desgracia familiar ―el campeón se desplomó sobre la silla, como derrotado―. Verán, yo soy del clan de los xilam pixán del pueblo de Paraíso en Chetumal. No sé si han escuchado de nosotros.
―Mi madre me habló de ustedes ―dijo Chava―. El segundo de los clanes del pixán, y el más ortodoxo. Se dice que su conexión espiritual es la de mayor fuerza.
―Lo es. En nuestro clan las mujeres no son guerreras, las mujeres dedican su vida sólo a dos cosas: a comunicarse con los espíritus y a complacer a su hombre ―el boxeador suspiró―. Así era mi bella Anastasia, mi difunta esposa. Devota, dedicada completamente a mí, ayudándome a través de los espíritus a conseguir fuerza. Pero en el parto tuvo una complicación y no sobrevivió. En su lecho de muerte me hizo prometer que haría que mi hija fuera una mujer espiritual, sumisa y dedicada a un gran guerrero. En esos días las sequías mantenían a nuestro pueblo agrícola en pobreza, y yo encontré una oportunidad con un manager de boxeo que vio potencial en mí y yo estaba dispuesto a hacer lo que fuera por sacar a mi hija de la pobreza. Pero a los de mi clan no les gustó que yo vendiera mi fuerza así que nadie estuvo dispuesto a cuidarla. Miren… ―el boxeador sacó un álbum de fotos de su pantaloncillo―. Yo siempre busqué ser el mejor padre, nunca la descuidé. Ella estaba conmigo en los entrenamientos ―enseñó una foto donde golpeaba un saco de boxeo mientras con una pierna mecía una cuna―, durante mis giras―, otra foto de él con grandes ojeras, cargando a un bebé en brazos dentro de un avión―, y hasta en mis peleas―, y una última foto con su pie en la cara de otro boxeador que intentaba golpearlo mientras él cambiaba un pañal.
―Vaya que era un padre dedicado ―expresó Agapanto con un dejo de pena ajena.
―Yo amaba a mi hija más que a nada en el mundo, pero ese amor me cegó, le consentí todo. Yo le permitía entrenar conmigo, pensé que para ella era solamente un juego. Pero se fue volviendo más y más fuerte con el tiempo sin que yo me diera cuenta ―el boxeador mostró otra foto con una niña con la cara cubierta por una máscara de boxeo y golpeando fuertemente un saco―. Cuando entró al colegio pensé que lo mejor era que ella se estableciera, así que encargué a unos primos míos del clan del xilam-ha de Cancún.
―Los peleadores del agua ―musitó Azucena.
―Ixchel es tan hábil que aprendió sus técnicas con sólo verlos, pero no solo eso, usó su instinto natural como pixán para fortalecerse a través de los espíritus de nuestros ancestros y combinó todo con lo que aprendió de mí sobre boxeo. Y lo peor de todo ―los ojos del campeón se llenaron de lágrimas―. ¡Se unió a un grupo feminista radical! ―el hombre comenzó a llorar―. Se niega a casarse, se niega a obedecer a un hombre, incluso se independizó de mí. Mi abuela le dijo que, a pesar de todo, ella dependía de un hombre, de su propio padre. ¿Saben qué hizo la muy ingrata? ¡Abrió su propia empresa! Fundó una escuela de buceo y en menos de dos años ya tiene 5 sucursales en toda la zona turística de Quintana Roo, ¡Es empresaria! ¡Obtuvo el mejor promedio en la secundaria! ¡Y es una de las más fuertes combatientes del clan Ha! ¡Se me ha descarriado! ―el boxeador dejó caer su cabeza sobre la mesa, llorando amargamente.