Ximantsi 3. El amante de la sacerdotiza

Flores blancas

Habían pasado más seis meses desde que Uthe se refugió en la isla, durante ese tiempo ella pudo sentir la llegada de ciertos zuthus, algunos débiles, otros muy poderosos. Los débiles llegaban por errores menores que no merecían mucha atención, pero los más poderosos le mostraban que la ambición de sus semejantes iba en aumento. Aunque se negaba a sí misma querer tener nada que ver con los mboho, nunca pudo evitar confrontar a los amos de los zuthus más poderosos, dándoles el mismo castigo que a Yomi y Jutsi: revivir los momentos de más terror de sus víctimas por el resto de sus vidas.

En algunas ciudades de la zona continental, Uthe comenzaba a ser vista como una heroína y en otras como una peligrosa aliada del mal. Como sea, a ella no le importaba lo que los mboho pensaran al respecto, ella estaba concentrada en una sola cosa. Esa promesa del zuthu era lo único que valía la pena para ella: cambiar el curso del tiempo. Ahora ella tenía la fuerza y sabiduría de todo Ximantsi en su ser, había estado trabajando todo ese tiempo en una máquina que le permitiera regresar en el tiempo y cambiarlo todo y, aunque los avances eran lentos, confiaba en que en menos de un año estaría lista.

Pero no era una ermitaña del todo, los animales del barco se habían quedado con ella y de vez en cuando recibía las visitas del capitán Behe.

Dejó las cenizas de todos sus alumnos en los diferentes árboles de la isla y para su sorpresa, todos florecieron en menos de dos meses. De hecho, el capitán Behe llevó a la isla las cenizas de su mujer y las flores en su árbol crecieron en sólo dos semanas.

Pero no se atrevía a dejar las cenizas de Dumui, las llevaba consigo a todos lados, como señal de que tarde o temprano cumpliría la meta que se había propuesto.

Ayudada por los animales, construyó el castillo que Dumui había proyectado para ella. Su intención era regresar en el tiempo, evitar su muerte sin que nadie se diera cuenta y llevarlos con ella a ese futuro para vivir en ese castillo que él tanto imaginaba.

En una mañana especialmente calurosa de verano, Uthe remojaba sus pies en el mar, a un lado de su castillo. Platicaba con la urna funeraria de Dumui, hablándole de los pocos avances que había tenido en abrir un portal que la llevaría al pasado cuando una criatura de agua se acercó nadando. La hembra acuática saludó a Uthe y observó la urna chasqueando la lengua.

―Ya no lo tengas prisionero.

―¿De qué me hablas? ―preguntó Uthe.

―A Dumui. Él estuvo de acuerdo en estar contigo en lo que recuperabas fuerzas, pero ahora debes dejarlo ir.

―¡No lo tengo atrapado!, son sólo sus cenizas. Tengo planes muy específicos…

―Evitar su muerte, sí lo sé ―la criatura se sentó en una roca―, pero ¿acaso no has escuchado nuestros cantos? No es al pasado donde debes mirar, si quieres encontrar tu felicidad, en el futuro la hallarás.

―Yo no quiero continuar sin él.

―Dumui quiere irse, necesita irse. Pero no podrá hacerlo si tú no lo liberas de esa urna. ―Uthe abrazó la urna como si la criatura le amenazara arrebatársela.

―Él volverá a mi lado, yo me encargaré de evitar su muerte en el pasado, aunque mi felicidad esté en el futuro como tú lo dices.

Uthe se echó a caminar hasta un pequeño montículo en donde crecía un abeto. El árbol aún era pequeño, pero daba suficiente sombra como para que Uthe se guareciera debajo de él. Se sentó recargada en su tronco y abrazó la urna.

―Atrapado… tú lo habrías querido así, ¿o no? No querías separarte de mí… Pero… ¿si la criatura tiene razón?

Uthe no sabía qué hacer, una y mil ideas pasaban por su mente. Estaba más decidida que nunca a crear el portal que la llevaría al pasado, pero cuando se dio cuenta de que aún estaba un tanto lejos de terminar con ese proyecto, se sintió derrotada.

Con un nudo en la garganta, tomó la urna y dejó caer las cenizas de Dumui alrededor del tronco y se recostó a la sombra del árbol, con los ojos fijos en el cielo azul. Se sentía débil, tanto que no tenía fuerzas siquiera para llorar. Quizá aquella criatura tenía razón, pero dejarlo en el abeto no significaba que se diera por vencida, ella estaba determinada a evitar el trágico desenlace de Dumui y de todos sus alumnos.

El calor húmedo de esa tarde de verano la hizo entrar en un sopor agobiante que la obligó a cerrar los ojos, pero entonces escuchó el sonido de voces en el castillo, se levantó y fue hacia allá, lentamente entró al castillo y se quedó pasmada al ver el vestíbulo. Entre la luz del sol que entraba a raudales por los vitrales se veía la sombra de un jovencito de piel y cabellera amarilla, observando el castillo, maravillado.

Uthe sintió un pinchazo en el pecho, en efecto,  encerrado en aquella urna, ella no le había permitido siquiera salir a ver el castillo que ella había levantado en honor a su memoria. Se sentía tan avergonzada que no quiso acercarse a él, caminó sigilosa hacia la sala principal y se sentó en un sofá, en donde comenzó a llorar en silencio.

―¿Por qué lloras? ―Dumui estaba frente a ella, con una sonrisa en sus labios.

―¡Ay Dumui! ―Uthe se levantó y le abrazó, llorando― ¡Perdóname! ¡Fui muy egoísta!

―Pero ¿de qué hablas? ―dijo él, riendo. Ella sintió sus brazos completamente fríos.

―¿Es por esto? ―Dumui rio de nuevo―, no tienes que preocuparte por esto, yo ya no siento frío, ni dolor alguno.

―Dumui… ―Uthe no sabía qué decirle, él ni siquiera parecía molesto por el hecho de que ella le mantuviera prisionero.

―No te sientas mal, Uthe, todos estamos aquí, contigo.

―Es cierto, profesora ―Dañu y Kuhu se acercaban fuertemente tomados de la mano―, no la hemos dejado.

Uthe volteó a ver a la sala, en donde todos sus alumnos la observaban con cariño. Ella enjugó sus lágrimas.

―No saben lo difícil que ha sido continuar sin ustedes.

―No te preocupes, amor ―Dumui la tomó de las manos―, te prometo que esta soledad terminará pronto.




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