Omnisciente
La pantalla del móvil se vuelve a iluminar y Sara deja su libro de lado para abrir el dispositivo lo más rápido posible. Es otro mensaje de Leya por el grupo de las chicas, es domingo y lleva todo el fin de semana recriminándoles haberla sacado de la fiesta en su mejor momento, hoy toca darles las gracias de forma irónica a sus amigas por haber frustrado su intento de besarse con un chico.
Sus amigas no saben que Sara sí se besó con un chico el viernes. No se lo ha contado porque cree que es mejor esperar a verlas en persona el lunes para darles la noticia.
Sara no abre el chat, apaga la pantalla y se vuelve a tirar a la cama. Le mandó un mensaje de buenas noches a Peter cuando llegó de la fiesta pero aún no le ha contestado. No puede evitar pensar que algo va mal cuando su última conexión fue anoche. Tampoco ha querido insistir, si está tardando dos días en contestar un mensaje ¿cómo le va a contestar dos?
Está tan ensimismada con sus pensamientos que no oye cómo la voz de su madre hace eco por el hueco de la escalera ni como su padre sube directo a su habitación.
—¡Sara! —le avisa abriendo la puerta sin tocar—. Vamos a cenar, tu madre lleva llamándote media hora ¿es que no la has escuchado?
—Perdón, ya voy —dice levantándose de golpe.
Su padre es la persona menos paciente que conoce. Trabaja en una oficina nueve horas diarias, cinco días a la semana desde hace treinta años y eso, por supuesto, ha repercutido en su carácter y en su aspecto, añadiendo arrugas en las comisuras de sus labios y su entrecejo, así como una cantidad generosa de canas en su cabellera azabache. A lo mejor algunas mujeres, como su secretaria, según piensan Sara y Sam, lo encontrarán un cincuentón “buenorro” pero su personalidad cuando se enfada deja mucho que desear.
Mientras bajan hacia la cocina, Sara no puede parar de pensar en por qué Peter no le ha contestado el mensaje. Se besaron, a ella le gustó y en ese momento dió por sentado que a él también, pero es evidente que algo ha pasado si aún no ha podido contestar su mensaje, ni tan siquiera leerlo.
No puede evitar empezar a pensar que a lo mejor sí que ha estado sintiendo algo más por Peter que una simple amistad, solo que le daba miedo reconocerlo. ¿Por qué? ¿Por no darles la razón a sus amigas? ¿Por qué pensaba que Peter no se fijaría en ella de ese modo? ¿Por posibles represalias por parte de Jeff?
—No estás comiendo nada. ¿Te encuentras bien, cielo?
Sara vuelve a la realidad cuando oye la voz de su abuela que la está mirando preocupada. Está toda su familia sentada alrededor de la mesa de la cocina comiendo. No recuerda haber llegado a la cocina y haberse sentado en su sitio. Debe parar de preguntarse cosas que ya no vienen al caso. Debe ser franca con sus sentimientos.
Le gusta Peter.
Le gustó el beso.
Tiene que contárselo a sus amigas.
¿Por qué no le ha contestado el mensaje?
—Estoy bien, abu.
A unas cuántas calles de la casa de los Roberts está la de los García. La familia de Leyla se mudó a Helena cuando ella tenía dos años. De padre cubano y madre montanesa, Leyla nació en Miami al igual que sus dos hermanos mayores, Roberto y Alejandro, pero cuando a su madre le ofrecieron un puesto de directiva en el departamento de finanzas de una importante empresa, no dudaron en volver al estado donde su madre había nacido.
Sus abuelos tienen una granja donde crían caballos que luego alquilan a empresas que ofrecen excursiones cerca de Canyon Ferry. La familia de su padre sigue viviendo en Florida y suelen ir a visitarlos al menos una vez al año.
Leyla fue durante muchos años la pequeña de la familia y la única niña, hasta que hace nueve años su madre tuvo a Cristina y dos años más tarde a las mellizas Sonia y Rebeca. Eso provocó que se tuvieran que mudar a una casa más grande y por desgracia y desdicha de Leyla, pasar a ser la hija de en medio.
Aunque tiene sus ventajas, como que nadie de su familia notara cómo llegó el viernes por la noche de perjudicada a casa. No ha salido mucho de su cuarto este fin de semana, solo para comer y al baño, la resaca le duró hasta ayer por la tarde y tuvo que tomarse dos analgésicos.
Ahora se encuentra mejor tumbada en la cama de su habitación, la heredó para ella sola cuando su hermano Alejandro se fue a estudiar a la universidad de California, hasta entonces tuvo que compartir cuarto con su hermana Cristina.
—¿Qué estás haciendo?
Leyla da un respingo que la hace saltar de la cama y su portátil casi sale volando. Las mellizas están de pie al lado de la cama.
—¡No volváis a hacer eso, qué susto! —las riñe, le da grima cuando hablan a la vez.
—Culpa nuestra. —Se disculpan en español y suben a la cama.
—Eh, eh, eh, no, no —les avisa—. Ni se os ocurra, no podéis quedaros. Fuera de mi cuarto.
La mayor de las hermanas les señala la puerta e inmediatamente las mellizas se acomodan más en la cama.
—Queremos ver una película, en la tablet —anuncia una sacando el dispositivo.
—Sí, pero es para mayores de catorce años —aclara la otra.
—Y mamá nos ha dicho que no podemos verla sin un mayor presente —hablan a la vez.
—Hemos ido a la habitación de Cristina…
—…pero está jugando con sus muñecas y nos ha cerrado la puerta en las narices.
—Luego mamá ha dicho que Cristina no vale porque ella también es pequeña.
—Papá no está en casa.
—Y mamá tiene que preparar una reunión de trabajo —vuelven a hablar a la vez.
—Tremenda muela. —Leyla rueda los ojos—. Que sí, que vale, os podéis quedar, pero poned el volumen al mínimo que tengo que estudiar.
De estudiar nada, Leyla se sienta en la silla de su escritorio con el móvil en la mano, va a putear todo lo que pueda a las aguafiestas de sus amigas.
Solo le contesta Irina, ha quedado con George para cenar y no va a poder estar pendiente del móvil. Leyla resopla, George es un inútil, a ninguna le cae bien y lo aguantan porque le gusta a Irina y punto.