Leyla
Dejo las llaves en el cuenco del mueble de la entrada mientras hago movimientos para descontracturar mi cuello. He pasado todo el día fuera con las chicas y Erik. Hemos ido a la bolera y luego nos hemos parado a comer en una hamburguesería que quedaba cerca. He estado organizando quedadas sin parar estas últimas dos semanas.
Resulta que ahora somos un grupo de amigas solteras porque los chicos de hoy en día son una basura. Algunos te prometen fidelidad y compasión, un amor romántico y tierno para toda la vida y luego a la primera crisis te ponen los cuernos. Y después hay otros que parecen tu media naranja, os gusta hacer lo mismo, os apoyáis y disfrutáis de la compañía mútua mientras él piensa en otra. Y de esta forma, ahora ni Sara ni Irina tienen pareja. Está claro que no voy a permitir que se me hundan en el pozo del desamor y el desespero, así que toca sacarlas de casa.
Irina lo lleva mejor, lo tiene aceptado o eso parece, ya que tiene una personalidad demasiado entusiasta y energética para estar depre más tiempo de lo normal. Su ex novio George le puso los cuernos, según él, “una vez” e Irina lo echó de su casa. Ha bloqueado su número para no recibir ni mensajes ni llamadas suyas y también todas sus cuentas de redes sociales para que no le salga su perfil de repente. Su familia le apoya mucho, sobretodo después de que sus ex suegros se presentaran sin avisar una tarde en su casa para hablar con sus padres, pero no fueron a pedir perdón porque su hijo se hubiera cargada cuatro años de relación, más bien para hablar de lo insensible que es Irina y de que “perdonar” es de buen cristiano. Su madre los echó de casa a los veinte minutos ¿Qué clase de padres pueden defender a su hijo en una situación así?
Sara, en cambio, sigue con cara de fantasma. Es como si hubiera atravesado una tormenta. Parece totalmente ida cada vez que quedamos, no habla ni come casi nada, no se arregla para salir y trae siempre mala cara. Si no fuera porque sé que es así, juraría que se siente obligada a quedar con nosotras. Es cómo si estuviera fuera de cobertura, para quedar hay que ir a buscarla a su casa, ya que no contesta al móvil, sacarla a la fuerza de la cama y obligarla a vestirse. Cuando no quedamos no sé nada de ella, está en modo desaparecida. En su casa, solo su abuela sabe por lo qué está pasando. Su madre se piensa que está baja de vitaminas por haber pasado un “virus” y su padre y su hermana Sam no han notado prácticamente la diferencia porque apenas se ven y hablan, aunque vivan bajo el mismo techo.
Reniego con la cabeza al pensar en la situación familiar de mi mejor amiga dirigiéndome hacia el piso de arriba pero me encuentro con una desagradable sorpresa al pie de la escalera.
Una doble desagradable sorpresa.
—¿De dónde vienes? —pregunta Sonia en español.
—Mamá y papá…—empieza Rebeca.
—Han estado preguntando por ti —termina Sonia.
—Sabes que tienes que avisar antes de salir —dicen a la vez.
Me recorre un escalofrío por todo el cuerpo. Me pasa siempre cuando hacen eso. ¡Qué grima, por Dios!
—¿No tenéis a nadie a quién hacerle voodoo o algo? —pregunto intentando pasar entre medio de ellas dos para poder subir.
—No —vuelven a contestar a la vez.
—¿Qué es hacer voodoo? —Oigo que pregunta Sonia pero ya estoy en el piso de arriba.
Sigo andando hasta mi habitación hasta que reparo a mi otra hermana pequeña con la oreja pegada a la puerta de la habitación de nuestros padres.
—¡¿Qué haces?! —la regaño en voz baja para que no me oigan.
Cristina, del susto, da un brinco y me pega suave en el brazo con la muñeca que trae en forma de represalia.
—¡No me asustes! —me ladra—. Escucha.
Me invita con una seña de mano a poner mi oreja también en la puerta y para qué mentirnos, el chisme me puede y acabo con toda mi mejilla izquierda pegada a la madera de la puerta. Mis padres están discutiendo, cosa rara, así que intento agudizar todo lo que puedo mi sentido del oído.
—Llevan así desde que llamó Alex —susurra Cris sin apartar su oreja de la puerta.
—¿Alex ha llamado? —pregunto extrañada y mi hermana se limita a sentir.
Mis padres dejan de gritar y empiezan a hablar en un tono más bajo lo que hace que despeguemos las orejas al unísono. Cuando Cristina y yo nos giramos para alejarnos de la habitación, el corazón me da un vuelco al ver a las mellizas de pie justo detrás de nosotras.
—¿Qué estáis haciendo? —pregunta una de ellas.
—¿Cuánto tiempo lleváis ahí? —les recrimina su hermana mayor.
Yo todavía tengo una mano en el pecho intentando recomponerme del susto.
—Espiar está mal —hablan a la vez.
—¿Ah sí? ¿Y vosotras qué estábais haciendo ahora también? —les reprocha Cristina—. Se lo contaré a mamá.
—Nosotras se lo contaremos primero —dice Rebeca.
Respiro profundamente para no perder la calma. Soy la hermana mayor, al menos de estas tres, y la diferencia de edad solo entre Cristina y yo debería darme la suficiente autoridad para parar la discusión de niñas pequeñas que se ha creado de la nada y que muy probablemente haga que mis padres salgan al pasillo para ver qué pasa, pero yo también estaba espiando y conociendo lo víboras que son, sé que cualquier palabra podrá ser utilizada en mi contra. Así que lo mejor será callar.
—¿Qué está pasando aquí? —pregunta mi madre saliendo de su habitación con mi padre detrás.
—Estaban escuchando detrás de la puerta —nos acusan las mellizas.
Chivatonas
—¡Y ellas a nosotras! —se defiende Cristina.
Mi madre frunce el ceño y coloca sus brazos en forma de jarra mientras me mira acusadoramente. Estoy segura que cree que como soy la mayor tendría que haber parado esto, pero estoy cansada de hacer de niñera de mis hermanas.
—Yo no sé nada, acabo de llegar —digo fingiendo desinterés mientras me miro las uñas.