Días pasaron.
O tal vez semanas. El tiempo no tenía sentido en ese espacio intermedio en el que me encontraba. A veces sentía voces. Otras, el contacto de una mano tibia sobre la mía. En algunos momentos, pensé que Max estaba allí. Que su voz susurraba mi nombre.
Pero no podía despertar. No del todo.
Y afuera, en el mundo real, el caos apenas comenzaba.
Beth había desaparecido del hospital por dos días enteros después de la confesión de Emiliano.
Cuando regresó, no hablaba solo se sentaba a mi lado y sostenía mi mano.
Emiliano, por su parte, intentaba en vano acercarse. Pero Beth lo rechazaba con una furia silente. Erika, la esposa de él, intentó hablar con Beth una vez, le pidió que “hicieran las paces por el bien de Emma”.
Beth le lanzó una mirada que la congeló.
—¿Hacer las paces? ¿Tú crees que esto es una pelea de familia común? Él me robó una vida. Me robó la verdad. ¿Y tú me hablas de paz?
La tensión aumentaba cada día. Los hermanastros de Emma apenas se atrevían a entrar a la habitación.
Mientras tanto, Max apareció. La noche número doce.
Se acercó a la cama con pasos lentos. Se sentó a mi lado. Y por primera vez, lloró.
—No te vayas, Emma —murmuró—. No ahora. No cuando apenas estábamos comenzando a encontrarnos.
Y en algún rincón de mi mente, lo escuché. Y quise responderle. Lo intenté.
Pero todavía no era el momento.