Emma seguía inconsciente.
Los monitores parpadeaban con indiferencia, marcando una rutina mecánica de vida que no dependía de su voluntad.
Beth no se había movido de su lado. Emiliano y Erika habían sido escoltados fuera de la habitación por una enfermera que, sin decirlo abiertamente, también había captado la tensión.
El silencio era espeso, cargado de pensamientos no dichos.
Afuera de la habitación…
Erika caminaba de un lado a otro. Sus zapatos de tacón repiqueteaban como un metrónomo irritante. Emiliano estaba sentado, con la cabeza hundida en las manos.
—¿Vas a decir algo? —preguntó ella finalmente, harta del silencio.
—Ya lo dijimos todo —respondió sin levantar la mirada.
—¿Y ahora qué? ¿Nos vamos y listo? ¿Después de 7 años?
—¿Qué esperas que haga, Erika? ¿Que entre ahí y le arranque a Emma como si fuera una pieza de ropa mal puesta?
Ella bufó.
—Beth está actuando como si fuera la mártir del año.
—Lo es. Y tú deberías callarte.
La mirada de Erika se endureció.
—¿Perdón?
—Tú la maltrataste, Erika. La trataste como un estorbo. Le quitaste todo lo que podía hacerla sentir parte de esta familia. ¡Y aún así crees tener derecho a opinar!
—¡Era una niña insoportable! Siempre llorando, siempre buscando atención. No era como los demás.
—¡Porque no era como los demás! —gritó Emiliano, poniéndose de pie—. ¡Porque no era tu hija!
El grito resonó por la sala vacía. Erika retrocedió un paso, sorprendida. Él jamás le había hablado así.
—¿Y tú qué hiciste, Emiliano? ¿Dónde estuviste tú mientras yo me ocupaba de ella? ¡Tú fuiste quien la trajo a casa y luego te borraste!
Él la miró, y por primera vez en años, Erika vio a un hombre destruido.
—Y por eso estoy aquí. Porque no pienso volver a borrarme.