Los días se alargaban como hilos sin fin.
Y en medio de ese tiempo suspendido, una pequeña señal.
Un leve movimiento.
Un parpadeo.
Beth se sobresaltó.
—¿Emma?
Max corrió hacia la cama.
Los ojos de Emma se abrían lentamente. Confusos. Perdidos. Doloridos.
—¿Dónde... estoy?
Beth sintió que su corazón estallaba en mil pedazos.
—Estás en casa, mi amor. Estás conmigo.
Emma parpadeó. Las lágrimas comenzaron a brotar sin saber por qué.
Max tomó su mano con fuerza.
—Te tengo, Em. Ya pasó.
Emma intentó hablar, pero no salieron palabras.
Beth acarició su mejilla.
—Descansa. Ya estás a salvo.
Pero en el fondo de los ojos de Emma, se dibujó algo más que confusión. Algo más profundo. Una angustia sin nombre. Como si su cuerpo recordara cosas que su mente aún no lograba procesar.
Como si supiera... que nada volvería a ser igual.