Las primeras horas fuera del coma fueron un torbellino.
Emma no podía procesar todo su cuerpo aún dolía.
Su mente oscilaba entre la vigilia y la confusión y sin embargo, aquella revelación flotaba sobre todo: Beth era su madre.
Beth. La mujer que la cuidó, la defendió, la abrazó cuando nadie más lo hizo. La mujer a la que siempre había considerado más madre que cualquier otra. Y ahora… lo era.
—¿Dónde está él? —preguntó Emma, con la voz apenas audible.
Beth dudó.
—Afuera. Esperando. Con Erika.
Emma cerró los ojos.
Erika y sus hijos, todos ellos, la familia que nunca la trató como tal.
El lugar donde creció sintiéndose ajena, indeseada, pequeña.
—No quiero verlo —dijo con firmeza, abriendo los ojos lentamente—. No ahora.
Beth asintió, sin decir palabra.
……..
Esa noche, Max volvió al hospital, no entró directamente, se quedó en el pasillo, con las manos en los bolsillos y la cabeza gacha.
Beth lo encontró en ese estado.
—¿Vas a seguir evitándola ahora que ha despertado?
Max la miró con cansancio.
—No quiero hacerle daño.
—¿Y alejarte no lo hace?
Max apretó los dientes.
—No sé si tengo un lugar en su vida, Emma… ella es luz, y yo… —hizo un gesto con la mano, como si no necesitara terminar la frase.
—Emma ya eligió dejar atrás el pasado —dijo Beth con suavidad—. ¿Tú vas a seguir atrapado en el tuyo?
Max no respondió. Pero esa noche, entró a la habitación.
Emma sonrió apenas al verlo.
—Viniste.
—No podía no venir.
Silencio. Ambos sabían que no tenían que decirlo todo.
Él se sentó junto a ella y le tomó la mano, como la última vez.
—Estás viva. —Su voz fue un susurro lleno de gratitud.
—Estoy viva —repitió ella, y esta vez, lo dijo con certeza.