Días después, Emma recibió el alta definitiva. Beth la llevó de regreso a casa, y por primera vez, la habitación que la esperaba tenía un letrero en la puerta: “Bienvenida a casa, hija”.
Emma se detuvo. Leyó aquellas palabras una y otra vez. Sus labios temblaron, y por fin las lágrimas que había contenido durante días rodaron por su rostro.
—Gracias —susurró—. Por todo.
Beth la abrazó con fuerza. —No tienes que darme las gracias. Solo tienes que quedarte.
*********************************************
Esa tarde, la casa estaba más silenciosa de lo habitual. Pero eso no duraría mucho los hijos de Beth habían sido convocados para una conversación “importante”. No sabían que Emma estaba en casa.
Uno a uno fueron llegando al comedor.
Bryan fue el último en sentarse. Al verla entrar, con bastón en mano, se tensó visiblemente.
—¿Qué hace ella aquí? —espetó, sin filtros.
Beth se adelantó.
—Se llama Emma y es mi hija.
Hubo un silencio tenso.
—¿Y ahora también tenemos que fingir que nos cae bien?
Beth alzó la voz por primera vez en años.
—¡No tienes que fingir nada! Pero sí tienes que respetarla. ¡Estoy cansada de sus desprecios, de sus gestos, de su odio injustificado!
—¿Y nosotros qué? —intervino Emilia, insegura—. ¿Qué somos entonces?
Beth respiró profundo, dolida, pero firme.
—Ustedes son mis hijos también. Pero no voy a seguir permitiendo que hagan sentir a Emma como si no valiera nada. ¡Ya no más!
Amalia intentó hablar, pero se quedó sin palabras.
Emma observaba todo en silencio. No esperaba cariño. Pero tampoco pensaba encogerse más.
—No vine a quitarle nada a nadie —dijo con voz clara—. Solo quiero vivir en paz. Si eso los molesta… es su problema.
Ninguno dijo nada y Bryan, bufando, se marchó.
Beth suspiró, agotada, y miró a Emma con ternura.
—Lo siento.
Emma negó con la cabeza.
—No más disculpas. Estoy aquí. Y eso es suficiente.