C62

La conversación con Ricardo dejó en Emma una sensación inesperada de calma. No era perdón inmediato, pero sí una grieta abierta por donde entraba la posibilidad.

Esa misma tarde, Beth apareció con dos tazas de té y una sonrisa leve.

—Me contó lo que hablaron —dijo, sentándose a su lado en el sofá.

Emma se encogió de hombros, sin saber muy bien qué responder.

—No lo vi venir —confesó—. Pero me alegró.

Beth asintió, con los ojos brillando.

—A veces lo subestimo. Pero cuando se trata de reconocer errores, Ricardo sabe hacerlo. Le costó… pero entiende lo que tú has vivido.

Emma bajó la mirada hacia su taza.

—No sé si estoy lista para llamarlo familia… pero hoy no me sentí sola.

Beth la miró con ternura.

—Eso es más que suficiente.

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La casa estaba distinta desde que Ricardo habló con Emma.

Su trato se volvió más cercano: le ofrecía llevarla al trabajo, le preguntaba por sus días, incluso se interesaba en sus estudios.

Luci, que había visto la transformación en silencio y no pudo evitar decirlo una noche mientras lavaban los platos juntas:

—Ese hombre no sabía lo que se perdía, niña, desde que tú llegaste, esa casa se siente más viva.

Emma sonrió. No sabía si creerse tanto, pero agradecía cada palabra.

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El domingo, Beth organizó una comida familiar una real, donde nadie fingiera, ni se ignoraran, ni se dividieran los espacios como trincheras.

Estaban casi todos, algunos con expresiones incómodas, otros con gesto neutro.

Emma llegó última.

Ricardo se levantó al verla y le cedió su asiento.

—¿Te molesta que me siente a tu lado? —preguntó.

Emma lo miró y negó, con una leve sonrisa.

Durante la comida, él se encargó de servirle, de contarle chistes antiguos, de preguntar por su trabajo.

Y por primera vez, aunque el ambiente seguía siendo un poco tenso, Emma no se sintió como una invitada.

No era la hermana.

No era la extraña.

Era, simplemente, parte de algo.