La noche de la gala quedó grabada en la memoria de Emma como una postal luminosa. No por la elegancia, ni por las luces o las personas importantes, sino por lo que no se dijo y, aun así, fue escuchado.
Max la había abrazado como quien encuentra paz en medio del ruido. Y Emma, por primera vez, no necesitó poner barreras.
Al día siguiente, mientras desayunaba junto a Beth y Ricardo, algo en el ambiente era distinto. No forzado. No incómodo. Simplemente… natural.
—¿Entonces? —preguntó Beth con una sonrisa—. ¿Cómo estuvo la gala?
Emma se encogió de hombros, pero no pudo evitar sonreír.
—Bonita. Extrañamente bonita.
—¿Max estuvo a la altura? —dijo Ricardo, levantando una ceja con tono bromista.
Emma lo miró sorprendida. Era la primera vez que él mencionaba a Max sin incomodidad.
—Sí. Fue… paciente. Respetuoso. Como siempre.
Ricardo asintió y tomó un sorbo de café.
—Me gusta ese chico. No parece asustarse con facilidad —añadió con una leve sonrisa.
Beth se echó a reír. Emma solo negó con la cabeza, sin poder evitar sentir cómo algo tibio se asentaba dentro de su pecho.
Esa tarde, Ricardo la encontró en el jardín, donde Emma cuidaba unas macetas que Beth había empezado meses atrás.
—¿Sabes que antes estas plantas no duraban nada? —dijo él, apoyándose contra la pared.
—Lo sé. Beth me dijo que tú las regabas cada vez que te acordabas.
—Y eso era casi nunca —rió.
Emma soltó una pequeña carcajada.
—Yo tampoco soy experta. Pero se siente bien verlas crecer.
Hubo una pausa cómoda. Ricardo se acercó y se agachó junto a ella.
—¿Puedo ayudarte?
Emma dudó un momento, luego asintió.
Él comenzó a sacar las hojitas secas con cuidado. Trabajaron juntos en silencio durante un buen rato.
—¿Sabes? —dijo de pronto Ricardo, sin levantar la vista—. Creo que no te lo dije bien aquella vez, o quizá no lo suficiente, pero… me alegra que estés aquí, Emma. No como obligación. Como parte de esta casa. De verdad.
Emma sintió que la tierra bajo sus dedos se aflojaba, y no solo por la humedad.
—Gracias, Ricardo.
—Y si algún día decides que quieres ese lugar… ese título… el de hija… —añadió él, mirándola de reojo—. Yo estaré aquí. Sin prisas.
Emma lo miró.
No dijo nada.
Pero su sonrisa, y la forma en que apartó una hoja para que él siguiera, fue más que suficiente.