¿y si Digo Que No?

Capítulo Siete: Hechos

Dissa Burban.

Suelo cuestionarme por qué me siento atraída por las asignaciones, presentarlas y según mi posición, defenderlas. Mis padres supieron desde el día uno que su hija había nacido para argumentar; velar por las personas.

Ellos me dijeron que compartir también viene con la vocación, que existe una profesión que con sus abismos y cimas, me traería mucha satisfacción laborar. Se habían equivocado en un punto clave, estar vestida de forma elegante, apelar y objetar no es lo que yo quiero.

—Y por eso ya no estudiaré leyes —puntualizo al mismo tiempo que finalizo un párrafo de mi tarea.

Mmmm, muy interesante —contesta indiferente.

Minett y yo estamos estudiando en el garaje de mi casa. Ella se ha quejado de eso mil veces, en consecuencia, le respondo que la señal Wi-Fi es más fuerte en este punto de la casa.

—Pensándolo mejor —empiezo mordiendo mi lápiz—, tu cumpleaños está cerca. Voy a organizarte una fiesta.

Palidece en respuesta. Mira hacia su cuaderno y acelera la elaboración del texto griego. Gozo de una intuición muy mínima, pero no me impide pensar que las muertes recientes son la razón.

—¿Cuánto ha pasado? —suelta. Junta los ojos formando rendijas que me informan que está a la defensiva.

El color le regresa, causando un enrojecimiento en su cara. Tensa los brazos, sus manos. Aprieta el lápiz hasta hacerlo añicos.

—Poco más de dos semanas —Está hablando su madre—, y dos meses sin Pennyna —mi voz se quiebra levemente.

—Es difícil —confiesa bajando la cabeza—. Es difícil sentirme atascada en esa noche —limpia su mejilla. Las venas de su cuello sobresalen—. Me despreció, me trató como basura y… Duele haber suprimido tanto mis sentimientos que no me entristezco.

Creí que actuaba, que no lo aceptaba por ser un golpe duro. Ya entiendo las veces que sonríe de verdad. Suena cruel, debe hablar de ellas con respeto. Además, no me trago la historia de Ellie insultando a su única hija durante su lecho de muerte.

—Sin fiesta, está bien —en sus labios se ve un mínimo levantamiento de comisuras.

Pedí su opinión para conocer el ambiente de la celebración, no porque cancelaré el salón de fiestas, el servicio de bocadillos, o el pastel.

A causa de la discusión terminamos el trabajo sin intercambiar palabra alguna. La cantidad de luz solar avisa que la cena se acerca, así que acomodo el garaje y me dirijo a la cocina.

Elijo preparar hamburguesas de magnitudes grotescas, iguales a las que hice la primera vez. Saco los panes, carne, lechuga, salsas, cebolla y aceite para dejarlos descansar en la encimera. Permito fluir mis conocimientos mientras frío la carne que sumergí en condimentos anoche. Pico también los vegetales fritos.

Inhalo la fragancia grasosa que se cuela al resto de la casa. Me siento en un taburete a esperar que la comida esté lista. Uso ese tiempo para revisar mi bandeja de entrada.

Feicco.

En camino a tu casa, tengo que contarte algo muy importante. PD: hazme de cenar.

Río por el tono exigente que utiliza cuando me escribe. Oigo la alarma poniendo fin a la cocción.

—Huele delicioso —comenta Minett frotándose las manos, se desenvuelve como si nada hubiese ocurrido.

Con Minnie es preferible seguirle la onda y mantener los temas en el olvido. Retiro un poco de salsa que ensucia mi perfecto platillo. Coloco tres platos en la mesa junto a sus respectivos vasos llenos de soda fría.

—Esto era lo que tenía en mente —eufórico, Feicco entra a la cocina.

Trae consigo una bolsa plástica a punto de reventar, la ubica a sus pies.

—¿Tiene llaves de tu casa? —asiento. La llama que pasa por su mirada me confunde.

«Pide explicaciones».

—Hace un año se quemó la cocina y él estaba en la puerta —recargo mis codos en la mesa—. Lo resolví, pero me obligó a darle una copia en casos de emergencias —relato.

—Cierto, tu mamá dejó que estuviéramos aquí un mes entero —añade. Fue una mala idea, los adornos del 92s de mi madre vieron la luz.

—Buenos tiempos, pero las hamburguesas se enfrían—insinúa ella ante nuestro palabrerío.

Engullimos mi obra de arte en cuestión de minutos. Recibo elogios por parte de ambos. Feicco me sigue mientras voy a mi cuarto. Minett se queda en la sala viendo el noticiero.

En lo que cierro la puerta vomita verbalmente, atropellas las palabras y no toma aire.

—No vi a nadie ahí antes —agrega asombrado. Le informo que no entendí nada del revoltijo, y amablemente repite todo a detalle.

Abro la boca, tanto que amenaza con llega al suelo. No concibo a Minnie en la mitad la nada hablándole a criaturas salvajes.

—¿Qué hacías en el bosque? —Escarbar en la mente de Feicco requiere mucha habilidad.

Resopla y rueda los ojos, lo hace cuando oculta algo que le desagrada.

—Ese no es el asunto—peina su cabello con la mano derecha—, lo que importa es que pretendió intimidarme —cuenta seriamente.

Me rasco el cuello, Minnie podría oír lo que voy a decir, por ende, doy un vistazo por al pasillo, y ya segura, opino sin problema:

—Con respecto a eso —restriego mi rostro entre mis palmas—, nunca se sabe con qué saldrá, es Minett —lo señalo—, y lo único que se hace es temerle —especifico, la molestia escapa por mis poros.

Intento seguir riñéndolo, pero la susodicha toca la puerta. Asoma la cabeza fingiendo serenidad.

—¿Me lo prestas? —pregunta solo para tomarlo del brazo y llevarlo a rastras.

Recibí una educación donde espiar a tus amigos está mal. Me cuesta quedarme en el mismo sitio, y contra todo pronóstico percibo susurros inentendibles. «Ya no puedo más, la curiosidad me matará». Pego la oreja a la puerta, hablan en un tono irreconocible, mencionan a lo que presumo es un hombre, un patriarca.

Mi peso me hace resbalar y la puerta se abre de par en par.




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