¿y si Digo Que No?

Capítulo Once: Callejón Sin Salida

La simpleza que posee el techo de láminas es abrumadora para nosotros en este momento donde queremos hallar la respuesta en él. Taris tuvo la osadía de ensañarnos qué somos, qué valemos, y ahora me come la cabeza no saber por qué murió, desconocer el culpable del hueco su mano

Junto a mí está Feicco cubriéndose los ojos con el antebrazo. Ha estado mal, incluso más que yo, jamás lo vi así, ni siquiera el día que sus abuelos murieron. Toco su hombro para sacarlo de esa nubesita de pensamientos.

—Me arrepiento haberme callado esa tarde en el porche —se vuelve hacia mí descansando su cara sobre el antebrazo—, la odié durante años por los motivos más estúpidos —levanta su mano y la mira—: una manzana.

»Usó la fruta como recurso literario, era una literata, era de esperarse. Dijo que nadie debía morder mi manzana y dejarla tirada por ahí, pues, nadie me vería igual con un bocado oxidado en mi costado. Entiendo a lo que se refería, pero yo hice lo que explicó a evitar. Mi costado no se curó.

Con decoro muestra su costado izquierdo, una delicada mordida adorna su tersa piel. Lo miro expresiva, rostro contraído, y manos perdidas.

—Es muy literal —río un poco—. Dudo que haya muerto creyendo eso, Fei —acaricio su cabello y disfruto la sensación en mis yemas.

—En otras noticias —pone voz de locutor intentando alejar la tristeza, lo sé—, Hungría sigue internado, es tu turno de cuidarlo —respondo asintiendo, la llana mención de ese chico instala un agrio vacío en mi estómago, no soy nada sin él.

Miro la mancha del mensaje escrito por un Biancheri y, no estoy segura, el bosque se proyecta en mi mente. Quizás la luz diurna obligue a los animales a esconderse, pero ir no haría daño.

—¿Qué piensas, Minnie? —cuestiona detallando mi rostro.

—En que pasar por el bosque nos dará respuestas.

***

Mi suposición era cierta, el rastro de los tres seres vivos está inerte. En vista de nuestro evidente fracaso decidimos adentrarnos más y ver lo que no vimos durante aquella noche. La extensión de árboles denota tal vitalidad que si lo intentase, olvidaría lo que está ocurriendo.

Luego de pasar el mismo tocón tres veces una cabaña se alza delante de nosotros. Como de película, cubierta por troncos oscuros y gruesos, con una puerta del mismo material y sin atisbo de electricidad. Abrimos la puerta, esta emite un sonido que alerta a los vellos de mi nuca. En la penumbra se logran distinguir dos sombras masculinas muy distintas, una corpulenta y arisca; otra elegante y delgada. Feicco y yo amagamos huida, sin embargo, la puerta se cierra de golpe al mismo tiempo que un halo de luz nos cierra la visión.

—Bienvenida, Minett —la imperdible voz de Lenny Gael se cuela por mi canal auditivo—, es tarde —me encantaría registrar sus movimientos, nos enfoca y eso me hace perder la consciencia del resto de la cabaña.

Por costumbre mi cuerpo se tensa, mi cavidad nasal se dilata y mi pupilas amenazan con desaparecer. Feicco mantiene su postura relajada, demostrar desinterés es lo que mejor sabe hacer.

—¿Qué pretendes? ¿Me seguiste? —acuso.

Su risa pretenciosa me irrita a niveles exagerados, y tener la mente en blanco me impide hacer algo.

—Tarde arriba la deidad inapreciable —el timbre que usa el segundo hombre me confunde. Ahora tengo la sensación de estar bajo el escrutinio de un aparente sabio que emplea el mismo tono que los animales—. ¿A qué se debe la indeleble visita?

Rastrero, su lengua expulsa veneno abrazado en sarcasmo, o ironía, la desinformación provoca un desequilibrio en mí.

—Respuestas — mi lengua se desenreda en el cielo de mi boca para dar la respuesta con mayor imprudencia.

Feicco me mira y solo articula un «¿en serio?». El hombre desconocido apunta la linterna hacia él. Frente a mí aparenta cincuenta años malgastados, musculatura de caballero joven, y un habla que me sorprende.

—Equívoca, postergaste, y revuelves el compartimiento ahogado apropósito de tu rendición, Minett.

«¿Qué dijo?» Soy una completa tonta al formular una cantidad grosera de preguntas y no conseguir ni una respuesta. Lenny lo insta a continuar.

—Prosigo, compartes similitudes con tus mayores, un lazo fuerte quebrado por la pérdida, el deceso —da un paso hacia mí y yo doy uno hacia atrás—. Digna de Pennyna Biancheri, orgullosa mujer de pasado tormentoso —se acerca de nuevo—. Desdichada portadora de un resultado sórdido —menea su cabeza mostrando tristeza—, aquí —alumbra una marca en su antebrazo—, justo aquí descansa un rasgo innegable anclado a un espécimen afectivo.

»Deber a quién merezco, lamentablemente no reposa en mí el honor de desenredar el nudo detrás de tu cabeza, piénsalo a profundidad y enorgullece tu vena principal. Lo haré yo, merecía compartir nuestro aire, en un embargo fue testigo de su propio final.

—Lo entendí, ¿tú no? —acierta, pero yo no analicé sus habladuría, solo veo como mi puño impacta en su mejilla.

No escupe ni una gota de sangre. Lenny se interpone en mi camino.

—Minnie, era necesario, ella no quería todo esto —sube los brazos y abre las manos—, reprochaba su alrededor, las cosas que la obligaban a hacer, pequeña. Por eso me fui.

—Me dejaste porque moriste —río sin gracia por lo estúpido que suena—, porque criar un bebé no estaba en tus planes —la debilidad repentina en mis piernas me tira al suelo antes de que Feicco regrese al mundo real y me atrape.

El suelo suave recibe mis lágrimas.

Mamá no está para limpiarlas con el pañuelo que ella misma bordó cuando papá se fue, cuando no supo que había dejado a una niña con todos sus sueños quebrados, pisoteados por su propio ídolo.

Un entero fiasco.

—No vengas a decirme todo eso, Lenny —golpeo el piso—. No quiero escuchar las palabras rosas que mamá me inventó, ¡No más, imbécil!

—Abre los ojos, Minett —se agacha y toma mi mentón—, míralo —me obliga a mirar a Feicco que sin notarlo me ha abrazado—, deja de arrastrar a todos contigo, sucederá lo que menos quieres y tienes que aceptarlo.




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