¿y si Digo Que No?

Capítulo Catorce: Enervados

Luego de aquella llovizna que atrajo muchas personas, continuamos de fiesta hasta que la Luna se alzó frente a nosotros. Con el propósito de olvidarse de la fastidiosa universidad, salimos de madrugada a la tan añorada montaña. La cabaña sigue teniendo ese dulce detalle rústico que tanto la caracteriza, a diferencia de la última visita, ya perdió el ápice tétrico en su puerta.

Como en hechos previos subimos hasta la cima a pie, trayendo consigo la carpa, comida y cámaras para mantener vivo este recuerdo.

—Quizás no vengamos en un buen tiempo —digo enjugando mis ojos, el clima frío primero saca impurezas luego me congela.

—Minett, deja tus lloros y ayúdame a armar esta cosa —pide Feicco señalando el bolso enredado en el cabello de Dissa.

—Ven rápido, no quiero terminar calva, Minnie —ahora ella lloriquea golpeando la tierra húmeda que ensucia su pantalón negro.

Con el mejor ánimo que puedo cargar los ayudo a arreglar el desastre causado por los repetitivos quejidos de Dissa. Movemos el bolso, sacamos pieza por pieza y la dejamos descansar en la superficie. Pretendemos unir un metal con las esquinas que encontramos y en cuestión de minutos armamos una carpa.

—Les sobraron diez barras de metal —interviene Hungría terminando de sujetar a la zona más estable de la cima la carpa azul.

—¡Nuestro héroe! —vociferamos los tres al unísono.

Aleka aprovecha que no vemos para meter sus narices en el interior de la pequeña casa donde se supone que ambas dormiremos. Riéndonos por su aspecto infantil nos sentamos alrededor de una extraña fogata que amenaza con apagarse en cualquier momento. Sadisha reparte galletas rellenas de malvavisco y chocolate.

De un gran bocado meto a mi boca la explosión de sabores que se desliza por lengua, arrugo la cara por el leve retortijón en mi mandíbula. Justamente Aleka, misma que está sentada frente a mí, le roba un segundo la cámara a Feicco y captura mi graciosa expresión.

—Digno de la pequeña Bianchi que vive en ti —hace alusión a los días donde fotografiaba todo lo que llamase mi atención, y en su mayoría fueron personas que reaccionaron con molestia porque pensaron mal de mi actividad favorita a los siete años.

—Yo era adorable, pero Feicco atemorizó a unas cuantas madres diciéndoles que el agua estaba contaminada —replico recordándoles el corazón malvado que posee el muchacho.

—Una mejor, Sadisha quemó la cocina de su casa intentando hacernos una cena navideña.

—¿Y cuando el chico que apareció y murió el día siguiente? —La cruda mención de Aleka eriza los vellos de mi espalda.

—Sedán era un cualquiera, ¿no? —miento, pues, no supe jamás quien era ese chico con tan buen ver.

En automático los muchachos se esfuerzan por echar a un lado el nombre, la razón, o su existencia.

—No te concentres en el pasado —Dissa no comparte mis opiniones, pero hoy se atasca en la creencia que he querido hacerle entender desde hace rato.

—¿Entonces me preocupo por lo que pasará mañana? —no puedo evitar soltar semejante estupidez.

—Ni siquiera ha ocurrido, ya déjalo estar —Hungría se mostraba más reacio a mi idea, y ahora, de la nada, la defiende.

—Cierra la boca, es todo menos relevante —pretensiosa Sadisha que gana la batalla, y pone el tema en tiempo pasado.

Vemos al día despedirse de nosotros mientras engullimos malvaviscos derretidos en un plato negro, la fogata abriga nuestra sensible tela y nos concede un atardecer relajado, atestado de fotografías que guardaremos al pisar la ciudad.

Ya en plena envoltura lunar nos subimos en la inestable baranda que supone protección para todos. Nos sentamos uno a uno evitando que dicho material sucumba a la gravedad.

—¿Quién toma la foto? —Desde el extremo derecho Feicco alza la mano y pone la cámara en posición.

La luz del flash retrae mis pupilas, y la brecha que cae sobre nosotros la puedo contar con una mano.

—¡Bájenme! —la mirada aterrada de Aleka contempla mi estado anímico. Sus ojos casi escapan de sus órbitas.

—¡No se muevan! —exhorta Hungría paralizando sus manos en el aire en un pobre intento de calmarlos.

—Destino atractivo —dice Feicco con voz ennegrecida.

—Ni más que ley de amnistía —vocean Sadisha y Dissa al unísono.

La temblorosa barra de metal hace un vil amago de precipitarse, pero solo agudiza los gritos de mis amigos que se aferran a la nada como si eso los fuese al salvar.

Bajo la cabeza, expectante, un asombroso barranco con caída irregular llena mis ojos, emocionada, me monto un escenario donde todos estamos cayendo, el primero quedaría suspendido gracias a una antigua valla que entraría por su estómago, el resto rodaría unos minutos hasta desmayarnos por la velocidad arrolladora, luego, el vacío nos recibiría con un descenso perpetuo a la espera de una innegable muerte.

Eso no ocurrió.

Al primer movimiento brusco que dio la baranda nos bajamos con el corazón martilleando en nuestras cajas torácicas. Sin rodeos cada uno vomita por su lado, dejamos aquí lo poco que habíamos comido.

Enervados, guardamos la paz en la carpa, entramos incómodos, pero nos las arreglamos ya que no soportamos ningún músculo.

—Pennyna me dijo que la muerte sería así de divertida.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.