¿y si Digo Que No?

Capítulo Dieciséis: Papel

Mi eterno hogar es acudido por la famosa abuela y el estorbo que me acompaña a todos lados, mi hermano Zizzer.

El desorden que es mi habitación no genera en mí ni un atisbo de vergüenza, soy más que eso, y un ropero sucio esparcido por mi cama no me definirá, o al menos eso dice mamá con sus charlas pasivo/agresivas.

Los Biancheri cruzamos caminos una vez al año, y esta no es la excepción, ella está aquí hablándonos de la luz de sus ojos que se atrevió a desligarse legalmente de nosotros con un sutil cambio en su apellido.

—Bianchi no está hecha para saber la verdad —Es cierto, la niñata ni siquiera puede andar por las calles sin su adorada abuela—, destruiría su vida.

Como lleve Minett su vida no me va ni me viene, si quiere arruinarlo todo, pues bien, no quiero salpicaduras. Por su parte, recibo una mirada acusatorio porque he pensado en voz alta.

—Señora, tiene que conocer el mundo por su cuenta, no que otros pongamos las piezas convenientemente para que las cosas fluyan a su favor —lamo mis labios, no escatimo en la sonrisa que tira de mis gruesos labios.

Ella cruza las piernas y deja la izquierda colgando en un suave vaivén.

—¿Y no te preocupa qué le suceda a sus amigos? —río, me importa poco la triada de bobos que siga a la abeja reina.

—Vive con su mamá —interviene Zizzer luego de un largo silencio—, que ella la cuide —Penny rechista.

Jamás sostiene palabra ajena que no le convenga, y menos tratándose de la pequeña que, hasta ahora, solo nos ha ocasionado dolores de cabeza.

—No, no, no —alisa su falda negra—. Mi pequeña tiene un buen porvenir, ninguno de ustedes provocará lo contrario —nos riñe apretando nuestras orejas.

—¡Déjenos! —lo hace, no sin antes escuchar que haremos lo que nos diga—. Mire esto —le extiendo una carpeta que me pasó Zizzer.

La ojea unos minutos, no disimula el disgusto en su rostro, nada en esa carpeta es de su provecho.

—Dios mío, ¿quién publicó estás patrañas?

¿Patrañas?

—El día que acepte lo que usted y yo somos —apunto su pecho, donde se localiza el órgano más débil que conserva—, vivirá feliz.

—Tú y yo somos víctimas, niña tonta —se incorpora—. Así me cueste todo el dinero del mundo, mi nieta tendrá la vida que alguien como tú no se merece.

La carta del merecedor, no existe peor argumento que un decadente que mira al resto según lo que ha transitado. Puras mentiras, eso hace.

—No podrá negarlo, lo sabes —presume mi hermano acariciando un par de monedas que bailan entre sus dedos.

Gruño. Después de almacenar tanta energía en esas monedas Zizzer no aguantaría.

—La misma calaña —concluye calzándose los insulsos zapatos de goma que trae consigo siempre.

—Antes de irte, échale un vistazo a la casita, ahí hay algo tuyo —comento.

Para su sorpresa, necesita en su poder lo que allá se encuentra, así que, a paso apresurado, nos sigue hacia el peculiar estudio de papá. Ignoramos los interminables títulos colgados en la pared, y dirigimos nuestra entera atención a la colección de libros, en medio de eso, una enorme lámina doblada cuidadosamente reposa a la espera de su último poseedor.

Lo abro y extiendo usando el suelo como mesa. En él se ve un árbol genealógico con leyendas imposibles de descifrar, nombres que no he escuchado, localidades inexistentes y un anillo de tinta adornado con iniciales relevantes.

—Ahí estás tú, Pennyna Biancheri —señalo las iniciales más recientes resaltadas por la penumbra que fue su material principal.

Revisa que esté en buen estado, y lo resguarda bajo sus alas.

—Píntalo si quieres, pero se verá el fondo del vaso cada de bajes la cabeza.

***

Peleas, lo normal con Minett.

—Bianchi, estancarse no es buena opción —acomodo un mechón detrás de su oreja—, y si eso decides, tu último respiro se perderá en el bosque.

Con la mínima fuerza me empuja a mano abierta.

—¿Te dieron clases para mentir tan bien? —formula, en cuestiones retóricas su entonación demuestra lo contrario.

Hundo el puño en mi bolsillo delantero, de él descubro un anillo plateado, el sello familiar brilla en su dorso.

—¿Quieres seguir peleando a capa y espada por esto? —presiono la joya contra su pómulo derecho.

—Déjame en paz, y llévame a donde me dijiste —enfatiza apretando la mandíbula.

«Cierto, no vine a verla». Le abro la puerta de mi auto para que se ponga cómoda. Repito su acción encendiendo el motor y arrancando enérgicamente. El tranquilo transcurso se ve afectado cuando rompo el silencio. La preciosidad que nos envuelve remueve mi lado observador.

—Mira a tu alrededor, la forma en que el monte baila al compás del viento —señalo con mi nariz cómo la brisas toma fuerza.

—Es… Interesante —Lo describe como si no estuviese viendo por la ventanilla.

—Presta atención, las corrientes de aires no se detendrán, la fauna cambiará de curso si así ellos lo desean —recalco la obviedad del asunto. Por lo visto es más tonta de lo que creía.

—Sí —articula. Callarme es lo que menos pienso ahora que ya estamos aparcando frente a la triste fachada de la casa.

—Me sorprende poco que no entiendas lo que te quiero decir —bajo de el auto. Oigo que me sigue el paso—, lo debes recordar incluso mejor que yo.

Hace un lapso de tiempo estuvimos aquí, ella no pudo ver lo que quise enseñarle. La guío hasta la caja adyacente al escritorio de Peter.

—¡Demonios! —se sobresalta al notar la presencia de Lenny, está sentado en la silla giratoria que papá usa desde los setenta.

—Hola, hija —saluda agitando la mano frente a su rostro—. ¿Cómo estás?

—¡Tú deberías estar muerto! —Punto clave.

Deberías.

—¿Acaso tú intentaste asesinarlo? —enarco una ceja. Separo la mirada del drama sacando el tratado.

—¿Se lo muestras tú? —cuestiona Lenny.




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