¿y si Digo Que No?

Capítulo Diecinueve: Ellie

11:01 p.m.

El televisor transmite las noticias locales. Un accidente vial es lo más relevante que dice. Me paso la mano por la nuca. Desde hace un buen rato una molestia me obliga a masajear mi pecho.

—Mejor me tomo un analgésico —restregando mis manos una contra la otra, me encamino al botiquín guardado en el estante del baño principal.

Cojo un bote blanco, lo elevo un poco y la última pastilla cae en mi palma. Voy hacia la cocina, tomo un vaso y lo lleno con agua del grifo.

—Por lo dioses que me curo —digo lanzándola a mi boca y tomando un trago.

Mis ojos se desvían cruzándose con un girasol artificial. Lo compré para Minett cuando entró al jardín de niños. Antes de salir me dijo que quería una planta que poder regar, la muerte de estos seres ante su presencia le bajaba el ánimo. Así que se la mostré al llegar a casa, saltó de alegría, y la felicidad en mi hija me hizo derramar unas cuantas lágrimas. Luego de eso estuvo regándola, cantándole y contándole cuentos todas las noches, nunca se detuvo.

Sonrío. La fotografía enmarcada junto a la flor contrasta, han pasado muchos años, y en sus adyacencias, un álbum azul repleto de imágenes de mi hija adorna el espacio. Tomo el cuadro entre mis dedos. En una escases de miramientos lo suelto y detallo los pedazos de cristal esparciéndose por el suelo de mi cocina.

De inmediato frunzo ligeramente las cejas a la par de mi extremo abrir de ojos. Con escoba y pala recojo mi desastre, posteriormente lo tiro a la basura.

—Este impulso —llevo mis manos a la cabeza—, los tuve cuando Minett nació.

Agito el cabello espantando esos malos pensamientos. En busca de tranquilidad, me encierro en mi habitación para dejar todo en su lugar. Doblo las sábanas en lo alto de la cama, abro las cortinas, y apilo mis libros de cocina. Al ir por el plumero un intenso dolor de cabeza hace de las suyas, no es conveniente ingerir más medicinas, es dañino para mí.

Suspiro, dejando a mis pulmones exigiendo oxígeno. «Otra pastilla será». Repito mi acción anterior, pero ahora me relajo en la penumbra de mi habitación, la oscuridad ayuda casi siempre.

Cedo en los brazos del sueño y, una hora y media después, vuelvo a la realidad. El sudor se transfirió a mi camiseta, culpa del intolerable revoloteo cardíaco y las contorsiones en mi interior.

A duras penas, le envío un mensaje a mi hija, no sé qué escribo, pero deberá pasar la noche en otro lugar. Presiono enviar, y sin darme cuenta, se lo envío a Feicco, maldigo por mi inútil plan telefónico.

—Tú puedes con esto, Ellie —me doy ánimos en lo que logro cruzar el marco.

En consecuencia, escucho el tintineo de unas llaves provenientes de la entrada. Cuidadosamente regreso a la habitación y me recuesto de nuevo.

El agudo dolor sale de mi garganta como un grito, un alarido. Blasfemo sin contención, Minett y malas palabras es lo que articulo. Siento al agujero en mi pecho rellenarse de odio que suponía había enterrado bien.

Entorno los ojos y enfoco la mirada preocupada de mi pequeña. Le ruego que no se acerque, que la detesto, que mi mundo se volvió nada por su culpa. Se aproxima por completo y la estocada final que nubla mis ojos.




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