¿y si me analizas y yo a ti?

11. La mujer que se quedó sin nada

La mañana transcurrió sin pena ni gloria para Julia. Sin embargo, a medida que el día avanzaba y se acercaba el momento de enfrentar a Jaime, una sensación de tripas revueltas fue ganando terreno. No había razón, él fue amable y considerado; aun así, no podía extirpar el impulso de evitarlo a toda costa.  

Por suerte, él no tenía consultas cercanas a las suyas. Al igual que ella, dedicaba algunas horas a otras actividades laborales relacionadas con su profesión, que lo mantendrían lejos del consultorio. Podía respirar tranquila hasta la noche, o eso creyó.

No obstante, al salir de la última consulta, y ver a su socio sentado en el sofá, su certeza se desvaneció junto a la sonrisa con la que despedía a su paciente. Un desconcierto se apoderó de ella. Jaime se veía tranquilo, con la mirada perdida en sus propios pensamientos; aquel era un deleite visual para una soñadora como ella, igual que cada una de las facetas que había ido conociendo de él.

«Tonta, no pienses en eso. Trabajan y viven juntos».

O quizá era el mejor momento para pensarlo; el malacariento le gustaba, de nada servía negarlo, y se moría por descubrir cada rincón de él. La posibilidad era tentadora, pero dar un paso adelante complicaría la situación. Y sin seguridad de dónde estaba parada, lo último que necesitaba era causar que todo se derrumbara a su alrededor por un deseo pasajero.

Una vez que se quedaron solos, respiró hondo y se acercó. Él ya estaba de pie, y la recibió con una sonrisa de labios cerrados. Lo imitó, luego de encogerse de hombros y exhalar por la boca para liberar la tensión.

 —¿Te encuentras mejor? —preguntó Jaime, sin apartar los ojos de los de ella.

Si pretendía llevarla al colapso nervioso, lo estaba logrando. Pero no era lo que Jaime quería. Por el contrario, él atravesaba dudas similares; Julia despertaba algo que estuvo dormido, y a lo que todavía temía.  

—Lo estoy. ¿Te gustó el desayuno?

Recordar su mensaje la hizo palidecer, tal vez había sido demasiado atrevimiento.

—Estaba delicioso. Gracias. ¿Crees que podamos hablar? Si no quieres podemos dejarlo para después.

—Sí quiero. Lo necesito —dijo, invitándolo con una seña a sentarse. Ella hizo lo mismo a su lado.

«Genial, ahora también será tu terapeuta», una razón extra para no hincarle el diente.

Acomodados en el mullido sofá, las rodillas de ambos quedaron a punto de rozarse, un ligero detalle que los hizo evadirse mutuamente y centrarse en otro punto. No eran adolescentes descubriendo sensaciones efervescentes, pero sabían que sus cargas eran un problema; la ignorancia a veces es liberadora, un lujo que no tenían.

Julia estaba vulnerable en todos los sentidos, y Jaime no podía deshacerse de su amargo fantasma.

—Antes quiero que sepas que puedes quedarte el tiempo que necesites.

Tal afirmación la conmovió hasta los huesos. ¿Por qué le dificultaba tanto resistirse?

—No quiero ser un problema.

—¿Cuándo lo has sido?

A Julia se le antojó una ironía. Soltó el agobio y, sonriente, giró para posicionarse de frente a él. Subió la pierna en el sofá, y sostuvo el brazo en el respaldo, para asumir una postura relajada. El gesto cargó de urgencia el reducido espacio entre los dos.  

—A ver… por dónde comienzo. — Fingió meditar, llevándose el dedo índice al labio inferior y elevando la mirada —. Tal vez cuando te acusé de mirarme los pechos; o cuando quise echarte del consultorio; o qué tal cuando tuviste que pagarme la comida. Mejor aún, cuando te enfadaste porque uno de mis pacientes infantiles usó crayones en tu mesa de trabajo. Y no olvidemos la vez que casi mueres por una reacción alérgica…

—Es suficiente, te has hundido tú sola. Ahora necesitas un buen abogado —sugirió, tragándose las ganas de reír de tanta tontería, y adoptando la misma postura que ella, de manera que quedaron frente a frente —. No serás un problema —mintió, ¿Cómo no lo sería aguantarse las ganas de comerle la boca?

Ella suspiró y bajó la vista, ni el efecto electrizante de la proximidad de Jaime evitó que una oleada de tristeza aplastara su ánimo.

—¿Quieres saber cómo terminé en la calle? — Guardó silencio y lo observó, ni una mueca o ligero titubeo en el semblante, solo sus ojos pendientes; él sabía hacer su trabajo —. No soy de aquí. Vine a estudiar psicología a una ciudad que me parece hermosa. Toda mi familia vive lejos. Eso no es un problema; siempre fui la más independiente y con tres hermanos, mis padres no se quedaron solos.

» En la universidad conocí a Miranda, y se volvió mi mejor amiga. No podíamos estar separadas. Ella tampoco es de aquí, así que terminamos viviendo juntas. Era como tener a una de mis hermanas… Todavía mejor. Mientras estudiábamos, fuimos planeando crear nuestro propio centro de atención. Confiaba en ella. Se encargó de casi todo, yo solo pagué… con un crédito, para el arranque del centro. Invitamos a otras compañeras. Entre las cinco, pensamos apoyarnos y crecer rápido.

Jaime bajó un poco la vista, anotando mentalmente cada detalle.

 —Está bien si no quieres seguir —dijo, con entonación comprensiva, tras una larga pausa de ella y su titubeante expresión.




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