El dolor que comienza en una familia nunca terminara
Pensaba que todo iba transcurriendo bien, pero la vida tiene maneras extrañas de recordarte que nada está bajo control. De pronto, todo puede derrumbarse y dejarte sin aire, como si te hundieras poco a poco hasta tocar fondo.
Aquella noticia sacudió a toda la familia. Faltaba dinero, y las esperanzas eran pocas. La deshidratación lo estaba consumiendo, así que tuvo que ser hospitalizado de emergencia en una clínica particular. Sabíamos que, si ingresaba a una institución del gobierno, probablemente no saldría con vida, por la gran cantidad de personas infectadas que abarrotaban los hospitales.
Esa noche fue crítica. Las horas parecían eternas, pero al amanecer llegó el alivio: mi abuelito había pasado las veinticuatro horas de mayor riesgo. En ese momento comprendí algo que nunca olvidaré: el dinero mueve más que la fe en este mundo tan material e interesado.
Nadie me había advertido que la adultez dolía tanto. Las películas me habían hecho creer que a los dieciocho años tendría mi independencia, que estaría viviendo mis mejores días en la universidad, compartiendo un pequeño cuarto con mis roomies, entre risas, cafés y tardes de libertad. Pero mi realidad era otra.
Mientras la vida de una de las personas que más amo pendía de un hilo, yo me castigaba pensando que no estaba logrando lo suficiente. Las redes sociales se llenaban de fotos felices, de viajes y aventuras, y aunque no me enorgullezca admitirlo, muchas veces deseé tener esa vida.
La mía era distinta, sí. Más dura, más silenciosa… pero también más real. Era la vida que me estaba formando sin avisar, entre lágrimas, cansancio y pequeños destellos de esperanza