Pensaba que la vida terminaba ahí, pues solo tenía 18 años, cuestionándome todo y aún con muchas preguntas sin resolver. Pero lo único que hice fue seguir adelante.
La alarma sonó, indicándome que tenía que ir a buscar un trabajo, ya que en ese tiempo aún seguíamos en pandemia. Unos días antes, un amigo me había comentado de un lugar donde ayudaban a niños de bajos recursos —dándoles clases— y que pagaban bien. Muy aparte de eso, ofrecían una beca si terminabas el año ahí, para que pudieras pagar tus estudios por dos años.
Para mí era una gran oportunidad, pues no teníamos dinero en ese momento, y cualquier ingreso era bueno. Le comenté a mi madre y, aunque no muy convencida, me dio dinero para hacer los trámites. Era la primera vez que hacía algo así sola, sin compañía. Aunque no estaba tan lejos de casa, para mí era un mundo nuevo.
Me puse mi blusita roja, unos pantalones pegados, tenis cómodos y tomé mi folder con los papeles que me pedían para la contratación. Subí al autobús que me llevaría a ese lugar, a unos cuarenta minutos de mi casa. Llegué a la oficina con miedo y sola. Entregué los papeles y me dijeron que llamarían.
Estuve esperando dos semanas, hasta que finalmente me avisaron en dónde y en qué horario debía presentarme. Brinqué de emoción: ¡iba a ganar mi propio dinero! Las cosas seguían mal en casa económicamente. Llegó el día de presentarme a las capacitaciones antes de iniciar el ciclo escolar en las comunidades más marginadas. Era algo nuevo, y estaba sola.
Nos dividieron en grupos y nos dieron una especie de curso técnico de un mes y medio, como si fuéramos maestros, aunque solo éramos jóvenes de entre 18 y 30 años, más o menos. Entre tanta gente, estaba él. Nuestro grupo se unió para una actividad integradora, para hacer más ameno el momento y perder el miedo. Y era fácil de notar: no era cualquier chico. Era el de la melena ondulada, misterioso y de pocos amigos… o eso aparentaba ser.
Yo noté quién era en ese momento, pero solo fue la curiosidad la que me mataba. ¿Quién diablos era y por qué me intrigaba tanto saber más de él?
Los primeros días fueron complicados. No conocía a nadie y, aunque intentaba integrarme, me costaba trabajo hablar con personas nuevas. Todo era diferente: los horarios, las actividades, la forma en que nos trataban. Pero poco a poco comencé a sentirme parte del grupo. Aprendí que todos estábamos ahí por algo: algunos por necesidad, otros por vocación, y otros simplemente por probar suerte.
A él lo seguía viendo en las capacitaciones. No hablábamos mucho, apenas un par de palabras cuando coincidíamos en las dinámicas que solo fueron dos veces, pero algo en su forma de ser me llamaba la atención. Era tranquilo, observador y siempre tenía una mirada misteriosa, de esas que no sabes si son amables o burlonas. No sé por qué, pero su presencia me daba cierta incertidumbre.
Cuando llegó el momento de asignar las comunidades, me tocó en una zona alejada, donde las casas eran pequeñas y el camino se llenaba de polvo. No era fácil llegar, pero los niños me esperaban cada día con una sonrisa enorme. Fue ahí cuando entendí que, más que un trabajo, era una oportunidad de crecer y valorar lo que tenía.
Durante esos meses aprendí muchas cosas: a ser responsable, a levantarme temprano sin quejarme, a improvisar con lo poco que había, y sobre todo, a confiar en mí misma. No todo fue fácil: hubo días de cansancio, frustración y lágrimas, pero también hubo risas, cariño y amistades sinceras.
Y sí, también lo volví a ver. No en el lugar de trabajo, sino en una de las reuniones que organizaban para evaluar nuestro avance. Ese día hablamos por primera vez en serio. No fue una conversación larga, pero fue suficiente para sentir que algo empezaba a cambiar.
Cuando intercambiamos nuestras primeras palabras fue algo gracioso, porque él ni siquiera había notado quién era yo. Estaba coqueteando con otra chica, muy bonita por cierto; nada que ver conmigo. Ella tenía todo que ver, y yo solo era Mar, una chica común.
Cuando por fin notó mi presencia fue porque nos reunieron a todos en un salón para firmar nuestros contratos. Yo estaba sentada en una banca, platicando con un amigo que había logrado hacer, cuando él entró con su ropa oscura —porque ese chico solo conocía el color negro— y me preguntó si ese lugar estaba desocupado. Con una pequeña sonrisa le respondí que no, y él se sentó.
Aún no había visto del todo su rostro, porque omití mencionar que todos llevábamos cubrebocas, y lo único que conocía de él eran sus ojos. Esa mirada misteriosa, como si guardara algo que una quisiera descubrir.
Ahí yo ya era un poco conocida, ya que mi nombre no era muy común. “Mar”, me decían, y él lo escuchó. Supongo que eso le intrigó un poco, porque en las últimas capacitaciones, antes de dejar de vernos e ingresar a nuestras comunidades, me lo encontraba con más frecuencia durante los descansos.
La última vez que fui a firmar, sentí una mirada desde lejos. Era él: sentado con las piernas estiradas, los brazos cruzados, aislado de todos, esperando su turno para firmar un documento antes de irnos. Yo platicaba con unos compañeros que había logrado hacer, pero él no dejaba de mirarme. Me incomodó, aunque también me intrigaba saber qué pensaba de mí… o qué tanto me veía.
Entonces fue la primera vez que nuestros ojos se cruzaron.
Nuestras miradas dijeron algo. O al menos, eso sentí yo
Después de ese instante, todo cambió un poco. No cruzamos palabra, pero esa mirada quedó rondando en mi cabeza más tiempo del que quisiera admitir. No sabía si había sido coincidencia o si en verdad me estaba observando con intención. Pero algo dentro de mí se movió, como una pequeña chispa que no entendía.
Los días siguientes fueron los últimos de capacitación, y aunque ya no coincidíamos tanto, lo veía pasar entre la gente. Siempre con su ropa negra, con esa calma que parecía esconder miles de pensamientos. A veces nuestras miradas se encontraban de nuevo, como si fuera una costumbre que empezaba a formarse sin querer.