“Hay encuentros que parecen casuales, pero que en realidad estaban escritos desde mucho antes de que existiéramos.” — Anónimo
Hasta ese momento ni siquiera conocía su nombre. Pero volvamos a lo verdaderamente importante: con detalle contaré mi experiencia en la comunidad. Podría alardear diciendo que el recibimiento fue bonito y que existieron momentos y lecciones que me dejaron mucho como persona; sin embargo, lo que hubo detrás también fue un infierno, algo que marcaría mi vida para siempre.
Yo no inicié mi ciclo escolar al mismo tiempo que los demás, ya que la comunidad que me asignaron estaba demasiado lejos y se inundaba con frecuencia. No querían arriesgarme, y además era muy complicado llegar hasta allá. Lo único que podía hacer era estudiar el contenido de las clases que impartiría y esperar a que las lluvias me permitieran el acceso.
La tecnología en ese sitio era escasa, así que no podía dar clases en línea. En ese tiempo, apenas comenzaba el auge de la tecnología como una herramienta realmente necesaria.
Los primeros dos meses los pasé simplemente preparándome para entrar, hasta que, un 12 de septiembre del 2021, la curiosidad mató al gato: me llegó una solicitud de amistad de un chico peculiar —Kael Gutiérrez. No puedo mentir, me dio curiosidad saber si estaba interesado en mí o por qué me buscaba. Cabe recalcar que antes de esa solicitud nos habíamos visto en línea durante las capacitaciones mensuales. Ahí lo observé con el cabello recogido y por fin pude verle bien el rostro, aunque no estaba del todo segura de que fuera él, así que lo dejé pasar.
Hasta que esa noche llegó esa maldita solicitud. Y claro, la acepté… once minutos después. No quería verme tan urgida, pero la curiosidad me ganó. Terminé escribiéndole con el tonto pretexto de preguntarle si ya estaba en comunidad.
Aún no entiendo cómo me atreví a hacerlo, si siempre he sido de las que espera a que den el primer paso. Pero con él, algo me impulsó a escribirle. Respondió de inmediato:
“Hola, Mar. Me va muy bien. Es algo difícil ingresar, pero me va bien.”
Definitivamente yo iba a lo seguro, así que le dije sin rodeos:
“Si quieres seguir hablando, te dejo mi número.”
Y bueno, después de ese mensaje, ya no hubo final para nuestras pláticas; era el inicio de algo que ninguno de los dos esperaba. Cuando menos lo imaginé, ya le contaba hasta mi tipo de sangre.
Mi conexión con él fue completamente espontánea, de esas veces que no planeas y simplemente pasan. Nuestra conversación fluyó con naturalidad, y su “hola, Mar” por mensaje personal llegó casi de inmediato. Intercambiamos unas cuantas palabras básicas y, para colmo, estuve escribiendo mal su nombre por días… y él nunca me corrigió. Para mí era Cael con “C”, no con “K”. En ese momento me sentí como Gilbert con Anne, con una “E” al final.
Ya casi, casi le andaba escribiendo la declaración de Gilbert, jajaja. Osos… de esos que solo Mar sabe hacer. Porque aparte de torpe, era distraída. Ese día solo supimos nuestros nombres y nos deseamos una linda noche.
Después de esa primera charla, no sé cómo, pero todo empezó a fluir sin esfuerzo. Cada día había un “hola” que se hacía más largo, un mensaje que llegaba más rápido y una broma que terminaba con risas de ambos lados de la pantalla.
No había planes ni expectativas, solo esa sensación tonta —y bonita— de querer seguir hablando.
Yo, que siempre decía que no me enganchaba fácil, ya esperaba su mensaje con una sonrisa idiota y el corazón a mil. Y él, con esa forma tan suya de escribir, lograba que cualquier conversación pareciera importante, aunque solo habláramos del clima o de lo mucho que llovía en la comunidad.
Poco a poco, entre emojis, risas y alguna que otra indirecta disfrazada de broma, comencé a darme cuenta de que algo en mí estaba cambiando. No sé si era el tono de sus palabras o la manera en que parecía entenderme sin que dijera mucho… pero ahí estaba: Kael, con “K”, marcando mis días sin siquiera proponérselo.
Pasaron los días y las pláticas se volvieron parte de mi rutina. Ya no necesitaba una notificación para saber que me escribiría; simplemente lo sentía. A veces me encontraba mirando el celular, esperando ese “hola” que, aunque simple, lograba cambiarme el humor por completo.
Con el tiempo, la confianza creció sin que me diera cuenta. Me hablaba de su comunidad, de lo difícil que era adaptarse, de las noches frías y de los niños que lo esperaban con una sonrisa cada mañana. Yo, por mi parte, le contaba de mis miedos, de lo insegura que me sentía y de cómo todo parecía tan incierto. Y él… siempre encontraba las palabras exactas para calmarme.
Fue extraño, pero bonito, cómo alguien que al principio era solo una notificación se volvió mi refugio. Comenzamos a hablar hasta tarde, compartiendo canciones, historias y silencios que decían más que los mensajes. Había algo en su forma de escribir que me hacía sentir acompañada, incluso en la distancia.
Y entonces llegó el día.
Nos veríamos por fin en una entrega de papeles presencial. No sabía si emocionarme o salir corriendo. Recuerdo que esa mañana me vi en el espejo como si fuera a una entrevista de trabajo; cambié tres veces de blusa y aun así sentía que nada era suficiente. El corazón me latía tan rápido que casi podía escucharlo.
Ese día en que por primera vez nos vimos, después de tantos intentos, todo sucedió de forma muy espontánea. Él venía saliendo de la comunidad, todo mugroso, con la ropa llena de polvo y un poco apenado.
Nos saludamos con una sonrisa nerviosa, de esas que esconden mil cosas no dichas. Ninguno sabía muy bien qué decir, pero bastó con cruzar la mirada para entender que ya nos conocíamos más de lo que imaginábamos.