¿y si no es suficiente?

EL ECO DEL HILO ROJO

PREMONICIÓN

¿Alguna vez has soñado algo que, sin ser exacto, terminó sucediendo? Como si el subconsciente tejiera presagios con hilos invisibles. No intento convencerte, solo contar lo que vi… y lo que sentí.

Desde niña he tenido un sueño recurrente. Una mansión antigua, envuelta en penumbras. En el tercer piso, un amplio balcón. Desde allí, un hombre grita mi nombre. Su voz no me asusta. Me duele. Me llama con desesperación.

Lo veo: está de rodillas, dándome la espalda. Aun desde la planta baja, puedo observarlo. Supongo que en los sueños no hay leyes físicas. Solo emociones.

Subo por una escalera de caracol. Con cada peldaño que pisó, la estructura se resquebraja. El miedo me impulsa. El deseo de salvarlo me consume. Cuando ya estoy cerca de él, la escalera colapsa. Saltó. Me aferró al borde del balcón, como si la vida dependiera de ello. Lo hago. Subo. Llego.

Entonces, el espacio cambia. El balcón se transforma: ventanales de cristal surgen como magia ante mis ojos. Todo se vuelve irreal. Allí está él, de espaldas, inmóvil. Rubios sus cabellos. Amplía su espalda. Un fénix tatuado se alza entre sus omóplatos como un secreto ardiente. Quiero alcanzarlo, pero mientras más avanzo, más lejos está.

El cristal estalla.

Tres lobos grises irrumpen. Corren hacia él. Yo también corro, pero algo más entra: un cuarto lobo, negro como la noche sin luna. Sus ojos grises me atraviesan. Es el más grande, el más feroz. Y sin dudar, me lanzo sobre él para proteger al hombre. Aun sin conocer su rostro, lo amo. Sin tener la certeza de quién es, lo elijo.

Los lobos me atacan. Mordidas, zarpazos, dolor. Pero entonces lo veo: de su dedo meñique sale un hilo rojo, delgado como un suspiro. Sigo su trayecto. Está atado al mío.

Nos une.

Y aunque me hieran, aunque quieran separarnos, ese hilo no se rompe. Solo se tensa, se anuda, se extiende. Sin embargo, resiste. Y justo cuando el sueño alcanza su punto máximo de luz y sombra…

Despierto. Llena de una tristeza que no comprendo. De un amor que no recuerdo haber vivido. De un sacrificio que dejó marcas en mi espalda.

¿Crees en las premoniciones ahora?

†††

Hoy es un día cualquiera. Otro intento por sobrevivir.

Me levanto temprano. Una ducha fría. Un café cargado. Frente al espejo, me observo: ojeras en huelga, rostro cansado. Corrijo lo que puedo. Me digo que soy "llamativa", aunque no me lo crea del todo. Dicen que mi voz encanta. Pues tengo algo. Tal vez sea mi alma que, pese a todo, no ha dejado de soñar.

Vengo de una familia humilde. Criada por mis abuelos, ya que mi madre me tuvo a los 17 y mi padre… bueno, él se evaporó con la noticia. Mis abuelos lo denunciaron, pero fue en vano. Al final, fue invisible para todos. Menos para mi ADN.

Mi madre era una niña criando a otra niña. Pero se hizo fuerte. Guerrera. Y entre ella, mis abuelos y yo, hemos sostenido este hogar.

Estudio matemáticas puras en la universidad. Trabajo en una boutique por las tardes. Hago guías para estudiantes. Todo vale cuando el bolsillo aprieta. Pero a pesar de todo, tengo metas. Sueños.

Por las noches, subo al techo. Miro hacia las colinas. Allá, donde las luces nunca se apagan, vive la familia Duarte de León. Poderosos y misteriosos. En una de sus empresas trabaja mi madre, como personal de limpieza.

Aquella noche, al volver a casa, mi madre se quejaba de sus pies.

—Estos pies van a matarme —dijo soltándose los zapatos.

Le sonreí. Le ofrecí un masaje. Ella, como siempre, preocupándose por todos menos por ella.

—¿Y tu examen de álgebra lineal?

—Aprobado. Gracias a tu fe en los santos y a mi talento matemático —respondí, divertida.

—Tú eres mi orgullo, Lucía.

Y entonces, sucedió.

Mi abuela apareció con una bandeja. Té caliente, sonrisa cansada. Pero sus pasos eran pesados. Su rostro, pálido. Cayó. La bandeja se hizo añicos. El té se esparció como un presagio sobre el suelo.

—¡Má!— gritó mi madre.

La ayudamos a recostarse. Llamé a Yadira, la vecina enfermera. Ella vino rápido.

—Hay que llevarla al hospital.

Yadira consiguió que su esposo manejara. Mi madre iba a quedarse con ella. Yo la supliría en el trabajo. Llamé al señor Gutiérrez, su jefe. Aceptó sin problemas.

No sabía entonces que esa noche, esa decisión, cambiaría mi vida.

Ese fue el comienzo. El verdadero inicio de todo.

El instante en que, sin saberlo, comencé a entrelazarme con el destino de los Duarte de León.




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