¿y si no es suficiente?

CUANDO EL DESTINO SE AFINA EN UNA CUERDA

Mi madre y mi abuelo habían pasado la noche junto a la abuela en el hospital. Mi tío Gilberto, el único hermano de mamá, venía en camino desde otra ciudad. Le costaría llegar. Por eso, ese día no fui a la universidad. Me tocaba cubrir la ausencia de mamá en su trabajo. Por suerte, contaba con Verónica, mi mejor amiga; me enviaría los apuntes y grabaría la clase para mí. Una preocupación menos.

No dormí. La imagen de mi abuela desplomándose seguía clavada en mi mente. Había cumplido 73 años hacía poco, y pese a su edad, siempre fue fuerte, activa, capaz. Verla tan frágil, pálida, tendida en el suelo… Era distinto saber que todos moriremos que enfrentarlo de cerca. Solo imaginar perderla me sacudía el alma.

A la mañana siguiente, sin haber preparado almuerzo, tomé dinero de mis ahorros. En ese momento, cualquier gasto estaba justificado. Alisté lo primero que encontré: jeans, sudadera azul claro y una camiseta vieja de Led Zeppelin. Observé el estampado: unas escaleras al cielo. Suspiré con ironía.

—Sobre todo escaleras al cielo… —murmuré.

A las seis en punto tomé el autobús. El viaje pasó rápido gracias a la música que usé como escudo para no pensar. Al bajar frente al imponente edificio Duarte de León, me persigné.

—Dios mío, no me abandones hoy —susurré.

En recepción, pregunté por el encargado de servicios generales. El señor Gutiérrez, amable, me condujo al área de limpieza. Allí, Matilde, la mejor amiga de mi madre, me recibió como un bálsamo.

—La llevo conmigo, señor Gutiérrez. Puedo enseñarle el área mientras trabajamos —propuso ella.

El jefe asintió, agradecido por la practicidad.

—Consíguele un uniforme —pidió antes de marcharse.

Matilde no tardó en encontrarlo.

—Es la única talla disponible —se disculpó.

El pantalón era grande. Me lo puse sobre los jeans y lo até a la cintura. La camisa azul grisáceo tampoco favorecía, pero era funcional. Guardé el celular en el bolsillo.

—No te queda tan mal —comentó Matilde con una sonrisa.

—Todo sea por ayudar a mamá.

Trabajamos juntas. Matilde trató de distraerme con charla ligera, pero los nervios me atenazaban. El diagnóstico seguía siendo un misterio. Ella lo notó.

—Vamos a trabajar. Te ayudará a despejarte —me animó.

En el ascensor conocí a Jeffry, el operador. Un joven bromista, algo demasiado alegre para la hora y la situación. Matilde lo frenó con una mirada severa cuando intentó flirtear conmigo.

—Es mi hijo —me reveló en cuanto él se marchó. —No le hagas mucho caso.

En la sala de conferencias, Matilde me enseñó a usar la aspiradora. Pronto me quedé trabajando sola, entretenida en pasar el aparato sobre la alfombra impecable y observando el lugar. La amplitud, el lujo, el silencio. Todo allí olía a poder. A otro mundo.

Mientras limpiaba el pasillo, el sonido de una guitarra interrumpió mi letargo. Me detuve. Alguien tocaba, y lo hacía bien. La música parecía guiarme. Seguí la melodía, cada paso más rápido, como si algo tirara de mí.

Llegué hasta una sala acristalada. En su interior, un joven tocaba y cantaba. Su presencia cortaba el aire. Alto, rubio, impecablemente vestido. Pero no era su belleza lo que me paralizó. Era la tristeza en sus ojos. Una tristeza que no correspondía al poder que vestía.

Quise dar un paso atrás. No pude. Como si mis pies desobedecieran, avancé hasta la entrada.

De pronto, se detuvo. Alzó la vista. Nuestros ojos se encontraron a través del cristal.

Su expresión era serena, pero sus ojos verdes no. Había algo roto en ellos. Algo que reconocí. El peso de alguien que había aprendido a vivir solo.

Me descubrió allí, estática. Salió. Se acercó sin prisa.

—¿Le sucede algo? —preguntó, y su voz era cálida, grave. Cercana.

No respondí. Bajé la vista, incapaz de sostenerle la mirada.

—Bonita camiseta —añadió, señalando la de Led Zeppelin. Eso me arrancó una sonrisa leve. Por fin hablé.

—La escuché. La música. Toca muy bien. Perdón… no quise interrumpir. Solo… seguí el sonido.

Su mirada se suavizó aún más. Pareció realmente escucharme.

—¿Te gustó la canción? —preguntó.

—Mucho. Suena como si hubiera nacido para usted —me atreví a responder.

Él calló. Por un segundo, la tristeza de sus ojos pareció ceder, solo un instante.

—La soledad inspira —contestó finalmente. —Algunos aprendemos a hacernos amigos de ella.

—Quizás, pero… arriesgarse a no estar solo a veces vale la pena —respondí, temblorosa. Mi propia voz me sorprendió.

Una pausa. Luego asintió apenas perceptiblemente.

—¿Tu nombre? —preguntó.

—Lucía.

—Encantado, Lucía. Yo soy Noah.

Al escuchar su nombre, el tiempo se detuvo. Noah. El nombre parecía encajar perfectamente con él.

—Bienvenida a la empresa —añadió.

Entonces, una voz aguda rompió el hechizo.

—Noah, te buscan. La reunión ya comenzó.

Una mujer de mediana edad apareció. Su mirada hacia mí fue fría.

—Ya voy, tía Hilda —contestó él sin perder la calma. Luego, antes de marcharse, me dijo en voz baja:

—No dejes de seguir el sonido. A veces es el único camino.

Me quedé paralizada, observándolo alejarse. La música había cesado, pero algo en mi interior seguía resonando.

Matilde se acercó en silencio.

—Ese es Noah Duarte de León. El hijo mayor del dueño. Ten cuidado, Lucía. Es más complicado de lo que parece.

—¿Tan evidente fui? —pregunté, sintiéndome expuesta.

—Mucho —respondió ella con una sonrisa indulgente.

El sonido de mi teléfono quebró ese instante. Contesté. La voz de mi madre, rota al otro lado, me hizo olvidar a Noah.

—Tu abuela tiene Parkinson —dijo, sin rodeos.

El móvil resbaló de mis dedos. Las lágrimas empezaron a caer antes de que pudiera pronunciar palabra alguna.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.