El alma se me escapó en un suspiro cuando escuché el diagnóstico. El mundo dejó de girar y, en su lugar, los recuerdos de mi abuela desfilaron como viejas fotografías quemadas por la angustia. ¿Cómo se reacciona cuando la vida te arranca el suelo bajo los pies? Amelia, mi amada dama, mi refugio inquebrantable, acababa de ser sentenciada por una enfermedad silenciosa. Sentí que mi corazón se disolvía en el aire.
—¿Estás bien? —me preguntó Matilde.
No respondí. Mi mente se sumió en una oscuridad flotante, incapaz de sostener siquiera una palabra. Sentí su mano tomar la mía y entonces una lágrima, indócil, se desbordó sin permiso.
—No importa el diagnóstico, todo estará bien, muchacha. Debes tener fe en Dios. Él no abandonará tu camino.
—Tiene Parkinson —dije finalmente, y el llanto se precipitó como una lluvia violenta. Matilde me abrazó, firme, silenciosa. Lloré hasta secarme, como si las lágrimas fueran mi última defensa.
Me condujo hasta el cubículo del personal de mantenimiento y me ofreció una taza de té de manzanilla. Sus manos, rudas, pero suaves, organizaron todo a mi alrededor, como quien protege un nido. Tomé el té con manos temblorosas.
No podía desmoronarme. Tenía que ser fuerte, aunque por dentro me derrumbara como una casa sin cimientos. Aún no había terminado la jornada laboral y, más que nunca, mi familia me necesitaba.
Acompañé a Matilde el resto del turno, pegada a su lado. Ella no me soltó. Cuando derramó su frustración por olvidar subir las botellas de agua para la reunión, me sentí culpable. Su distracción había sido por mi causa.
—Yo iré —me ofrecí con firmeza.
—No sé si sea buena idea… Hoy vino la hermana del señor Duarte de León, y esa mujer tiene el carácter de un huracán.
—Ya tuve el "placer" de conocerla. Aun así, quiero ir. Necesito despejarme.
Matilde preparó el carrito de servicio con meticulosidad, colocó las botellas con elegancia. Me despedí de ella y empujé el carro hacia el elevador.
Jeffry me sonrió al verme.
—Mi madre es rápida enseñando. Ya vas como toda una experta. Esa doña Matilde es una dura, si sabré yo —bromeó.
Intenté devolverle una sonrisa, pero la tristeza aún me nublaba.
—¿Todo bien, ojos lindos?
Negué con la cabeza.
—Es algo familiar. Tu mamá ha sido un ángel.
—Sea lo que sea, todo va a estar bien.
El ascensor se abrió y salí. Caminé hacia la sala de conferencias con la sensación de cargar piedras invisibles en los pies. Al verlo a través del cristal, mi cuerpo reaccionó como si lo reconociera antes que mi mente.
Noah Duarte de León.
Su presencia imponía. Su voz tenía la textura de la noche: profunda, envolvente, imposible de ignorar. Desplegaba su presentación con naturalidad profesional, usando sistemas de control de alta tecnología. Pero lo que realmente me dejó sin aire fue su forma de habitar el espacio, como si el entorno le perteneciera.
Me obligué a avanzar. Era invisible, nadie me notó al entrar, lo cual agradecí. Su discurso continuó:
—El sector de las telecomunicaciones está en constante evolución…
Lo escuché sin oírlo del todo. Me perdí en el movimiento de sus labios, en la elegancia de su porte. Algo en él era magnético, pero también prohibido.
—¡Qué te está pasando con este hombre! —me increpó mi otro yo, esa voz que aparece justo cuando me dejo arrastrar por el abismo. —Noah se ha convertido en tu pico romántico. Despierta, Lucía.
Y desperté. La voz estridente de Hilda Duarte de León reventó mi burbuja.
—¿Qué espera para colocar las botellas de agua? Tendré que presentar una queja por su tardanza y falta de atención.
Noah me miró. No había desprecio en sus ojos, sino una leve insatisfacción por el trato que había recibido. Me recompuse.
—Me disculpo por la demora. Puede presentar la queja. Soy responsable.
Mi tono fue sereno, educado, como me enseñó mi abuela: mostrar la grandeza incluso cuando te lanzan piedras. Hilda frunció el ceño. Algo en mí no le agradaba.
Coloqué las botellas rápidamente. Estaba por salir cuando su voz me detuvo:
—Esto es inaceptable. Su uniforme es inapropiado. Esa camiseta con propaganda de una banda satánica es una falta de respeto.
Estaba a punto de responder, pero Noah se adelantó:
—¡Suficiente de críticas! Tía Hilda, viniste como miembro de la familia, no como inspectora moral. Ella es nueva, está adaptándose.
El silencio se adueñó de la sala. Hilda estaba lívida. Yo, en su lista negra.
—Le pedimos disculpas por el imprevisto. Prosigamos. Señorita, puede retirarse.
Salí casi huyendo, con el corazón martillándome. Me encontré con Jeffry.
—Parece que viste al diablo.
—Lo vi. Iba vestida de alta costura, perfume caro y unos Louboutin que podrían matar de un pisotón… y veneno en la lengua. ¡Sácame de aquí!
En el armario del conserje, Matilde me vio pálida.
—¿Qué ocurrió?
—Me gritó frente a todos… Me hizo sentir diminuta. Y ahora tengo miedo de que esto termine salpicando a mi mamá.
—Esa mujer es insoportable. Pero tranquila, preciosa. Estás sana, y a salvo —dijo otra de las sirvientas.
—Este ha sido mi peor día —murmuré.
Más tarde, en el transporte público, cerré los ojos. Tecleé “Parkinson”. Las respuestas no fueron amables.
“Enfermedad neurodegenerativa. Sin cura."
Cerré el navegador. Sentí que una ola me tragaba. Lloré en silencio.
Durante el camino a casa, me puse los auriculares para aislarme. Pero él volvió a mi mente. Noah. Esa corriente eléctrica, esa sensación de peligro dulce.
—¡Deja de pensar que eres el pez gordo en un estanque pequeño! —reclamó mi otro yo. —Ese hombre es de otro mundo.
Respiré hondo.
—Somos dos individuos impregnados de verdades distintas —reflexioné, mientras los edificios se difuminaban tras el cristal del autobús.