¿y si no es suficiente?

UN ÁNGEL EN EL PISO PROHIBIDO

Tiempo… Esa palabra y todo lo que significa siempre han estado en guerra conmigo. Tenía mil cosas por hacer y demasiado poco tiempo para cumplirlas.

—Necesito un clon —suspiré, dejándome caer sobre la cama, agotada por la ansiedad. Tras un momento de calma forzada, recordé a mi abuelo. Lo encontré en la sala, triste y preocupado, como todos en casa.

—Dejaron a Amelia hospitalizada tres días más para más exámenes —me dijo.

—¿Cenaste?

—No tengo hambre, hija.

—No voy a dejar que tú también te enfermes. Vamos, cenemos juntos. Te prepararé algo. Mamá está con la abuela, mañana iré yo. Pero esto… esto lo vamos a superar —mi determinación logró lo imposible: mi abuelo aceptó y sonrió, aunque levemente.

Más tarde, tras limpiar la cocina y asegurarme de que él descansara, volví a mi cuarto. Frente a la computadora, un respiro. Un correo de Verónica iluminó mi bandeja de entrada. Había adjuntado una nueva guía de ejercicios y el video de la clase.

—¡Amo a esta mujer! —exclamé, estirándome en la silla.

El teléfono interrumpió mi pequeño alivio. Era mamá.

—¿Todo bien? —pregunté al instante.

—Sí, cariño… Tu abuela duerme. Si todo va bien, en tres días me la llevo a casa, pero necesitan hacerle más estudios. —Su voz sonaba cansada, desbordada.

—¿Quieres que vaya? Puedo conseguir quién me lleve.

—No, Lucía. Quédate con papá. Pero… necesito pedirte otro favor.

—Pide lo que quieras.

—Avisé a mi jefe de la situación. Sé que tienes tu examen, pero necesito que estos días hagas mi suplencia. No me queda otra.

Me quedé en silencio. No planeaba volver a esa empresa. Mucho menos ver a Hilda Duarte de León.

—Mamá… ocurrió algo en tu trabajo. No quise contarte para no preocuparte.

—Matilde me lo dijo. Conociste a la malvada Hilda… Lucía, esa mujer, es una amargada profesional. Pero es astuta. Si no fuera importante, no te lo estaría pidiendo.

—Está bien. Cuenta conmigo.

—Gracias, hija. Te lo recompensaré.

Colgué. Reorganicé mi horario, resolví ejercicios de la guía; aun así, la angustia me rebasaba. Llamé a Verónica.

—¿Cómo está doña Amelia? —preguntó, apenas atendió.

—Estable… en observación.

—Gracias a Dios. Te extrañé hoy. No es lo mismo el café sin ti. Fuimos a la sala de música, pero nadie canta como tú.

—Ojalá hubiera estado allí… Vero, han pasado demasiadas cosas.

—Te escucho.

—No iré a la universidad estos días. Haré la suplencia de mamá.

—Lo que necesites, siempre quedan los fines de semana para estudiar.

—Gracias. Pero hay algo más. Algo que no sé cómo explicar.

—¿Qué pasó?

—Vero… conocí a alguien. Bueno, lo vi. Escuché una canción en la empresa… y seguí el sonido. Me llevó a él. A Noah Duarte de León. El nuevo CEO.

El silencio al otro lado se hizo elocuente.

—¿Y? ¿Qué sentiste? —preguntó, ansiosa.

Suspiré.

—Es joven, inteligente… pero su lenguaje corporal me desorientaba. Me sentí atrapada en su presencia. Su voz, su porte… había algo imposible de ignorar. No sé qué me pasó. Fue como si mi cuerpo avanzara solo. Cuando me di cuenta, estaba frente a él.

—¿Te vio?

—Claro que sí. Y no fui precisamente discreta. Mi cabeza no respondía. Solo podía mirar.

—¿Y luego?

—Hablamos. Un poco. Sobre la canción que tocaba. Pero Vero… me sentí ridícula. ¿De veras me está afectando tanto? Ni siquiera lo conozco.

—Lucía…

—Lo sé. Suena absurdo. Estaba vulnerable. Pérdida por lo de la abuela. Y él apareció como si… —me interrumpí. No quería exagerar. Ni conmigo misma.

—Como si qué, Lucía.

—Como si lo conociera de antes. Como si fuese inevitable.

El silencio de Verónica me dejó espacio para respirar. Finalmente, dijo:

—Mañana quiero que me cuentes todo. Hasta el último detalle. Y, sí, me acabo de poner a investigar al CEO misterioso.

Colgamos. No dormí. Soñé con él. No un sueño cualquiera. Noah estaba allí, como alguien tangible. Sentí su piel, su mirada. Al despertar, bañada en sudor, comprendí que algo había cambiado dentro de mí.

En la cocina, con un té de manzanilla entre las manos, traté de analizarme. “¿Qué está pasando contigo?”. La lógica decía que era un simple enamoramiento pasajero. La emoción gritaba otra cosa. Suspiré.

“¿De verdad crees que esto es normal?”, me pregunté.

La respuesta fue un silencio inquietante.

Al amanecer, me sentí extrañamente ligera. Sonreía sin motivo. El aire fresco del camino a la parada de autobús me sentó bien. Pero bastó pensar en Noah para sentirme ridícula.

“Estás muy intensa, Lucía. "Pareces una psicópata". Me obligué a respirar profundo.

En la empresa, seguí el protocolo mecánicamente. En el área de servicios, Raquel me recibió con café.

—¿Lista para otro día de guerra?

—Siempre —respondí.

—Hoy no está la vieja Hilda. Relájate —bromeó. Matilde llegó poco después, más formal.

—Tu mamá me pidió que no me despegara de ti. Aquí tienes la llave de su casillero. Usa su uniforme, son casi de la misma talla.

Me sorprendió la coordinación entre ellas. Tomé el uniforme y seguimos hacia el salón de recepción. El trabajo me ayudó a calmarme… hasta que Matilde me llamó. No la escuché por los audífonos. Fue Raquel quien me tocó el hombro, señalándome la puerta.

Giré lentamente. El corazón me dio un vuelco.

Noah.

Conversaba con Matilde. Su porte, impecable. Su autoridad es indiscutible. Me indicaron que me acercara. Sentí que mis piernas se quedaban ancladas al suelo.

—Ella es Lucía, hija de Anastasia. Está como suplente estos días —explicó Matilde.

Él me observó. Yo no podía pensar. ¿Por qué alguien como él me miraba así? ¿Por qué me convocaba? Me sentía invisible… pero no para él. Y eso me aterraba más que cualquier otra cosa.

—Cuando termines aquí, ven a mi oficina. Quiero hablar contigo.

Mi mente colapsó. ¿Por qué? ¿Qué podía querer de mí? Matilde parecía igual de desconcertada. Noah se dirigió a ella.




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