¿y si no es suficiente?

UNA ECUACIÓN LLAMADA NOAH

El sudor me empapaba el alma, no solo la piel. Y eso que el aire estaba encendido.

Cada dispositivo de limpieza ya se encontraba en los dos carritos de servicios. Vi a Raquel secarse la frente: el cansancio se pegaba a la piel como una capa de polvo invisible. El aire acondicionado apenas bastaba para aliviar el agotamiento que pesaba sobre nuestros cuerpos y nuestras almas. El salón era amplio, brillante, y cada rincón debía quedar impecable.

—Gracias a Dios, terminamos con este espacio… es el lugar más agotador —manifestó Geraldine con un suspiro que parecía salido del alma.

—Vayan al cubículo a refrescarse, yo debo ver cómo van las otras chicas con lo de los pedidos. ¡Dios, haz que Jennifer vuelva pronto! —se quejó Matilde.

—¿Quién es Jennifer? —le pregunté a Raquel, sin saber si era prudente.

—La asistente del jefe, aunque odia que la llamen "secretaria". Es estirada y maniática con los pedidos. Lleva de permiso más de un mes… pero ya veremos cuando vea al nuevo presidente ejecutivo. Te aseguro que no faltará más.

—¿Lleva poco tiempo aquí? Si trabajó para el dueño anterior, debe conocer a sus descendientes —comenté, con curiosidad lógica.

Raquel sonrió con cierto cinismo.

—Cuando inventaron la palabra "hermetismo", pensaban en los Duarte de León. Jennifer lleva aquí medio año, pero no conoce a Noah. Él estuvo fuera del país durante años y tiene apenas tres semanas en la empresa.

—¡Ya basta de chismes! Raquel no es asunto nuestro porque Jennifer aún no se ha incorporado. Y tú, Lucía, si se te olvidó, te recuerdo que el presidente ejecutivo pidió verte en cuanto terminaras aquí. —Matilde me miró con severidad—. Cariño, el trabajo está hecho. ¿Piensas quedarte parada?

—No se me ha olvidado —respondí, algo avergonzada.

—Entonces no te retrases. Y las demás, a trabajar. Incluso tú, doña imprudencia —remató, mirando a Raquel.

—Suerte, bebé —me dijo Raquel, guiñándome un ojo.

Me arreglé la camisa del uniforme y recogí el cabello. Cada paso que daba me acercaba a él como si cruzara una fórmula imposible de resolver. En el ascensor, Jeffry me recibió con su buen humor de siempre.

—¡Ey, chica! Sobreviviste. Lo supe desde que te vi. Te tengo fe.

—Espero que esa fe se mantenga. Voy a ver al presidente ejecutivo.

—No llevas ni dos días y ya el jefe te manda a llamar. Es callado, no parece mala gente, pero ya sabes lo que dicen: "Cuídate del agua mansa…"

Puse los ojos en blancos. Jeffry rio.

—¡Es broma, mujer! Solo intento sacarte esa cara de funeral.

—Si eso fue para alegrarme, prefiero no conocer tus tácticas para asustar a alguien.

—Princesa, llegamos a tu destino. Deja que él hable, asiente, y mantén el quince y último en el bolsillo. Si necesitas algo, aquí estoy.

—Gracias, Jeffry. Este consejo fue más útil de lo que crees.

Salí del ascensor y caminé por el pasillo que había limpiado en mi primer día. Al ver el despacho con el sofá elegante, sentí ese cosquilleo nervioso. Me obligué a razonar:

—¡Puedes hacerlo! Si entiendes estructuras matemáticas complejas, esto no puede derrotarte —me dije en voz baja. Pero Noah no era una estructura común. Era una ecuación con variables químicas, físicas y emocionales.

Al llegar a la puerta, dudé. Quise saber si él estaba dentro, si pensaba lo mismo que yo sobre aquel encuentro extraño. Dudaba si había hecho algo mal, si estaba en problemas. Me emocionaba verlo, pero también me asustaba. Una parte de mí se llenaba de fantasías; otra, me reprendía.

—¡Deja de imaginar historias donde no las hay! —gritó mi conciencia, cortante.

Empujé la puerta. Ahí estaba él, sentado frente a un iMac, escribiendo. Alzó la mirada. Sus ojos verdes me observaron fijamente y yo sentí que el aire me abandonaba. El calor subió por mi rostro.

—Señorita Ruiz, por favor, pase, cierre la puerta y siéntese —dijo con voz firme.

Me senté, intentando recuperar el control. Un cuadro colgado tras él captó mi atención: un hombre elegante de otra época que se parecía inquietantemente a Noah. Por un instante, comprendí por qué algunos lo miraban como si ya lo hubieran visto antes. Parecía una reencarnación.

—Debe estar intrigada por esta reunión —comentó.

—Lo estoy, señor Duarte de León —respondí con formalidad.

Una leve sonrisa, apenas irónica, cruzó su rostro.

—Por favor, no me diga "señor", me hace sentir anciano.

—Disculpe. ¿Cómo debo llamarlo?

—Noah. Solo Noah.

Asentí. Notaba algo extraño en él, como si su calidez escondiera una sombra. Una pausa demasiado larga. Un ademán contenido. Un silencio que parecía decir más de lo que callaba.

—Eso podría causarme problemas.

—No se los traeré. Delante de los demás, siga con el "señor" si lo desea. Especialmente frente a la tía Hilda. Ella… impone. Y es justo por eso que la he llamado.

Me tensé. Él lo notó.

—Tranquila. Solo quería disculparme por su comportamiento. No lo tome personal. Por algo la apodan "la bruja Hilda" o "la ronca del apocalipsis".

Solté una risa que no pude evitar.

—Disculpe, no quise reírme.

—No se preocupe. Imagino que ya le ha puesto algún apodo también.

—No, aún no…

—Claro. Aún no.

Me observaba con una mezcla de interés y algo más. Curiosidad, tal vez. O tal vez dudas. ¡Como si él también intentara resolverme!

—Eso era todo, señorita Ruiz. Si tiene inconvenientes con mi tía, hágamelo saber.

—Dudo que vuelva a verla. Mañana termino.

Frunció el ceño. Su expresión cambió, como si esa información le desagradara.

—Estoy sustituyendo a mi madre. Pero me alegra saber que no causé problemas. Sobre el uniforme… fue un accidente. El desinfectante lo manchó y tuve que atármelo a la cintura. Casi pierdo los pantalones.

—Eso lo noté —dijo con una sonrisa sutil—. Pero aprecié la camiseta. Soy fan de la banda. Te quedaba bien.

Mi mente gritó: Suelo, áspero.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.