Matilde, una mujer firme y con un sentido común afilado, intuía que no debía dejar sola a Lucía por mucho tiempo. Conocía la jauría de lobos que merodeaba por la empresa. Aunque doña Hilda no solía deambular por los pasillos, tenía ojos y oídos esparcidos por cada rincón del CDT. Anastasia era su mejor amiga y sabía cuánto necesitaba ese empleo. Lucía era brillante, sí, pero en esa compañía, la inteligencia no bastaba: había que tener garras, colmillos… y saber cuándo usarlos.
—Sigan en sus tareas. Voy a dar un paseo, quiero ver cómo avanza todo.
—Ya sabía yo que no ibas a soportar la curiosidad —ironizó Raquel. Matilde la miró con severidad.
—¿Cuántos años llevas aquí, Raquel? ¿Cuatro, cinco?
—¿Por qué la pregunta?
—Porque a veces pareciera que no sabes en qué tierras movedizas trabajamos. El sueldo es bueno, sí, pero basta un paso en falso para que termines en la calle. Lucía es muy inocente para este entorno… y me preocupa cuánto tiempo lleva con el jefe.
—Tú misma lo has dicho, está con el presidente. Si interrumpimos, podría molestarse.
—Y justamente porque está con el “presidente ejecutivo”, tengo que apresurarme.
Raquel y Geraldine fruncieron el ceño, sin entender la urgencia. No sabían que Matilde había visto lo que otras ignoraban: el destello peligroso en la mirada de Noah cuando se posaba sobre Lucía.
Matilde se alejó, con pasos rápidos. A su lado, Jeffry, su hijo, caminaba en silencio. Al entrar al ascensor, ella le pidió con una mirada que no hablara, y él, obediente, fingió cerrarse la boca con una cremallera. Ya sospechaba que todo tenía que ver con Lucía.
Cuando llegaron al pasillo de la dirección general, Matilde se detuvo en seco. A unos pasos, Lucía cantaba, acompañándose con la guitarra. Su voz era cálida, ligera, como un arroyo que no sabía del lodo que arrastraba. Pero lo que detuvo a Matilde no fue la canción… sino la mirada de Noah.
Matilde se detuvo. No por timidez. Lo que vio la heló: la niña cantaba, sí, pero él… él no la escuchaba. La devoraba con los ojos.
El incendio sobre la gasolina estaba a punto de encenderse, y ella debía evitar que el viento alcanzara el detonador.
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LUCÍA
—Me complace mucho que se encuentre aquí, señorita Ruiz —dijo Noah, sin apartar los ojos de mí—. Pensaba en la melodía que ha escogido y en cómo ha alegrado mi día. Es hermosa, fresca… y necesaria. Gracias por darme esa oportunidad.
Sus palabras me elevaron. El tiempo se disolvía entre esas paredes, y aunque el sol seguía moviéndose allá afuera, yo quería quedarme. Quería saborear ese momento como si fuera un premio… aunque sabía, muy en el fondo, que nada es eterno.
—Señor Duarte de León —la voz de Matilde irrumpió como una corriente fría—. Disculpe la interrupción. Solo vine a comprobar que todo estuviera en orden.
Noah la miró con una calma tan pulida que resultaba casi insultante. Luego volvió a componer su rostro y adoptó un tono cordial.
—Todo está en perfecto orden, señora Hernández. No hay de qué preocuparse.
Pero detrás de esa cordialidad, le dejó claro que no le gustaba que viniera por mí. Matilde lo notó. Me observó con los ojos entrecerrados, como una madre que sabe que su hija no comprende el juego en el que se ha metido.
—Pueden retirarse. Gracias nuevamente, Lucía —dijo Noah.
Mi nombre en su voz tenía un tono… delicioso. Pero lo que más me estremeció fue saber que se había tomado el tiempo de aprenderlo.
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Ya en la planta baja, Matilde me abordó.
—Ahora, Lucía, necesito que me digas con exactitud por qué Noah quiso hablar contigo. ¿Qué razón tan importante lo llevó a saltarse todos los canales y llamarte personalmente?
Estaba claramente preocupada. Enojada, incluso. Me sentí atrapada por su mirada inquisitiva. No era mi madre, pero su presencia pesaba más que la de cualquiera. Respondí, aunque sentía que mis palabras no serían suficientes.
—Quería disculparse por los tratos de su tía hacia mí.
Matilde arqueó una ceja.
—Si ese fuera el verdadero motivo, entonces debería comenzar pidiéndole disculpas a medio personal, incluido mi hijo. La señora Hilda ha repartido maltratos como si fueran volantes. No, Lucía. Cuando subí, no vi a un jefe resolviendo un conflicto. Vi a un hombre distraído por algo más.
—Solo fue una canción. Vi la guitarra, nos pusimos a hablar y terminé cantando. No sé cuál es el problema. Noah es el presidente.
—Y ese es exactamente el problema —su voz bajó, casi como un rezo oscuro—. Si en vez de mis ojos te hubiera encontrado la señora Hilda o alguno de los hermanos de Noah, tu madre ya estaría redactando tu renuncia. Esta familia lo controla todo. Son influyentes, despiadados, y ven cualquier cosa como amenaza. Tienen ojos en todas partes, Lucía. Y tú acabas de ponerte en el centro del escenario.
Sentí que el estómago se me encogía. El suelo parecía alejarse de mis pies.
—No te equivocas con Noah. Puede que no haya tenido mala intención. Pero no conoces a su familia. Si no estuvieran de su lado, él mismo estaría fuera.
—¿Insinúas que…?
—Lo vi en su rostro. Está interesado en ti. No soy ciega. Si no, no habría pedido que subieras a verlo. Te recomiendo mantener un perfil bajo. Aquí abundan los ojos y oídos que informan a los Duarte de León de cada movimiento. Pido a Dios que tu abuela se recupere pronto para que Anastasia regrese. Este lugar no es seguro para alguien como tú, sola.
—No era mi intención causar problemas —murmuré. Sentía que me hundía en un pantano sin nombre.
—Lo sé. Y aún estás a tiempo de corregirlo. No digas nada de esto a nadie, especialmente a Raquel. Si pregunta, dile que fue una llamada de atención por lo de la camiseta. ¿Entendido?
Asentí en silencio.
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Horas más tarde.
Mi corazón no dejaba de latir con violencia, como si aún resonara la melodía en su oficina. Pero no era suficiente para silenciar la culpa: había dejado pasar el día entre notas y miradas, mientras mis deberes quedaban enterrados bajo el eco de su voz.
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Editado: 23.09.2025