Las lágrimas me sorprendieron al ver a mi abuela de nuevo. Estaba recostada en su cama, semi incorporada sobre algunos cojines. Tenía los ojos cerrados, pero los abrió al sentirme cerca. Me hizo un gesto con la mano, invitándome a acercarme.
—Pensé que te había perdido, abuela —dije en un susurro quebrado.
Ella extendió su mano hacia mi cabello, acariciándome con suavidad.
—Aún estoy aquí, mi niña —dijo con una voz apagada, pero firme—. Quizá no por mí… pero suficiente para darte el amor que necesites.
—No digas eso… No quiero que te vayas.
—Nadie quiere irse, Lucía. Sin embargo, cuando el cuerpo cansa, el alma aprende a esperar.
No supe qué responder. Agarré su mano con fuerza, como si pudiera retenerla así. Me aferré a ella y al silencio, hasta que su leve sonrisa me invitó a soltar algo de lo que me pesaba.
—Conozco esa mirada. ¿Quieres contarme algo?
Tragué saliva.
—Es una tontería… No importa ahora.
—Claro que importa. Siempre importa lo que llevas en el pecho.
Suspiré. Cerré los ojos un instante y, cuando los abrí, las palabras salieron más sinceras de lo que esperaba.
—Conocí a alguien. Alguien… que me hizo sentir cosas que no entiendo. Es tan perfecto que da miedo.
Ella arqueó una ceja, pero no dijo nada. Esperó.
—Y es imposible, abuela. Ni siquiera debería pensarlo. Lo nuestro no puede ser.
Ella asintió lentamente.
—A veces, lo imposible es solo lo que no estamos listas para enfrentar. Pero no huyas de lo que sientes. Escúchalo, aunque duela.
Su consejo me apretó el corazón. Sonreí apenas, limpié una lágrima suelta y me acerqué a besar su frente.
—Tú siempre sabes qué decir.
—No siempre. Solo intento que no te quedes sola con lo que te asusta.
Antes de que pudiera seguir, entró mi tío, interrumpiendo ese instante de calma.
—Es hora de que la dejes descansar, Lucía.
—Estoy bien, Gilberto —protestó ella, con su terquedad habitual.
—Abuela tiene razón. Pero igual le haré caso a mi tío. Te quiero.
—Y yo a ti, mi niña. No olvides lo que te dije.
No respondí. La respuesta ya estaba en mis manos, apretando las suyas.
Después, en el salón, Javier y yo esperábamos las pizzas. Lo observé. Estaba distinto. Más fuerte, más seguro. Quizá no solo el deporte lo había cambiado.
—Cuántos corazones has dejado atrás, primo.
Sonrió sin mirarme.
—Tú y tus preguntas. Laura y yo terminamos hace meses.
—Pensé que ella era la definitiva.
—Yo también. Pero a veces las cosas… se rompen.
No insistí. Su voz tenía una grieta que no conocía.
—No te había visto tan… diferente.
—La gente cambia, Lucía. A veces, porque elige. Otras veces, porque no le queda otra.
Esa frase quedó suspendida un momento entre los dos.
—¿Y tú? Estás como ida.
Me mordí el labio. Dudé. Pero luego me atreví:
—Me gusta alguien. Alguien que no debería gustarme.
—¡Vaya! Eso sí que es nuevo.
—No lo entiendes… Es alguien que está fuera de mi alcance. Literalmente.
Javier me observó, más serio de lo que esperaba.
—Mira, Lucía. Hay dos tipos de personas: las que corren al borde del precipicio porque les gusta el riesgo… y las que caen sin saber cómo llegaron allí. Solo asegúrate de saber en cuál estás tú.
Su frase me quedó clavada. Las pizzas llegaron poco después, y la conversación murió como si nunca hubiera ocurrido.
Cuando mi madre me llamó, algo en su tono me preocupó. La seguí hasta su habitación. Cerró la puerta.
—Lucía. Gracias por cubrirme en el trabajo. Pero desde mañana vuelvo yo.
—Aún estás agotada, mamá.
—No se trata de físico. Es por ti.
Me frunció el ceño. Sentí el corazón acelerarse.
—Matilde me contó lo del presidente ejecutivo. No quiero que vuelvas a esa oficina.
Me quedé helada.
—No es lo que piensas…
—No importa lo que piense. Lo que importa es lo que ese hombre ve cuando te mira. Y tú… tú estás deslumbrada, Lucía.
Intenté negar, pero no salió ninguna palabra.
—No son como nosotros, hija. No juegan con las mismas reglas.
No supe si se refería a clases sociales, a poder o a algo más difuso. Pero entendí el miedo en sus ojos.
—Él no es como su familia, mamá.
—Eso es lo que todas dicen… antes de que les rompan el corazón.
Sus palabras fueron un golpe seco. No quise oírlas; aun así, las creí. Me fui de su habitación sin protestar, arrastrando el peso de la verdad.
En mi cuarto, me tumbé en la cama. Puse "I Found" de Amber Run. La melodía lenta y envolvente llenó el silencio, como un susurro que no consuela, pero tampoco te deja caer.
La voz suave y melancólica me sostuvo, como si narrara el eco exacto de mi soledad. Cerré los ojos. Me imaginé a mí misma cayendo al ritmo de aquella canción: lento, inevitable, como una pluma que no busca tierra sino olvido. La música era el abismo, y yo, su eco. Pero la música no bastó para aliviar la presión en el pecho.
Quizás mi madre tenía razón… Tal vez, ya había comenzado a caer sin saberlo.