¿y si no es suficiente?

FRAGMENTOS DE NOSOTROS

Noah y Ofelia

Se encontraba enmarcada por un marco de madera de tonalidad rojo oscuro. Su rostro, ya pálido, tenía los ojos empañados por lágrimas. Sostenía una hoja afilada en la palma. Las muñecas, enrojecidas y desgarradas, sangraban.
—No me dejes… —suplicó Ofelia.

Noah corrió hacia ella, le quitó la hojilla y la sostuvo antes de que se desplomara en sus brazos.

Las horas en la clínica fueron interminables. Noah, sentado en la sala de espera, sentía un peso insoportable en el pecho. Cada segundo era un recordatorio del daño que ella se había infligido… y de cuánto lo arrastraba a él en su caída.

Finalmente, el médico apareció.
—Ella estará bien —aseguró, aunque en su rostro había una sombra de desconcierto—. ¿Embarazo, me dijo?
Noah asintió.
—Temo que su esposa no está embarazada.

En ese instante, el tiempo pareció detenerse. Aquella mentira no era un simple engaño: era el quiebre definitivo. Ofelia lo había estado manipulando.

Ese recuerdo seguía vivo un año y medio después. Había fracturado la relación con su padre, pero también le había dejado claro algo: nunca debió casarse con ella.

Ofelia era hija de un magnate, amigo cercano de su padre. La unión de ambos había sido un arreglo más político que romántico, sellado por la ambición de dos familias. Noah, todavía convaleciente por la muerte de su madre, no tuvo la claridad para resistirse. Para su padre fue una bendición; para él, una condena.

Con el tiempo, la relación se volvió insoportable. Los celos de Ofelia crecían como espinas, sus amenazas eran constantes. La batalla por el divorcio fue feroz: primero contra ella, luego contra su padre. Solo contó con el apoyo de su abuelo, Ethan Duarte de León, un hombre que en su juventud le recordaba a él… salvo por el color de sus ojos.

Aún quedaban secuelas. Esa noche, Noah bebía whisky frente a la chimenea. Los recuerdos de Lucía eran su luz en medio de una vida llena de sombras. No quería arrastrarla a las consecuencias de su pasado.
—Maldita sea… —murmuró, consciente de que su padre seguía intentando someterlo.

A kilómetros de distancia, Lucía vivía un día que, sin saberlo, empezaría a entrelazar su destino con el de Noah de forma irreversible.

Lucía

Mi abuela tenía un mal día. No solo le costaba tragar y dormir, también estaba apagada, como si la tristeza le hubiera robado el brillo de los ojos. Quise ayudarla, pero sabía que hay personas que no buscan consuelo, sino compañía. Así que opté por escuchar, dejando que sus palabras fueran las que marcaran el ritmo.

—Ahora que te toca a ti alimentarme, no me imagino lo difícil que debe ser lidiar conmigo. Antes era yo quien te alimentaba, ahora míranos —sonrió con melancolía.
—Es un placer para mí hacerlo, abuela.
—No quiero ser una carga para nadie.
—Nunca lo serás —respondí con firmeza, abrazándola.

La puerta de la entrada se abrió. Mi abuelo fue a recibir.
—Dios te bendiga, hijo, pasa… Amelia se alegrará de verte.

Me levanté para ver quién era. Javier entró, acompañado de Gabriel. Mi pecho se tensó: aún me pesaba la última conversación con mi primo.

—Hola, Lucía —Javier me saludó con un beso en la mejilla y un susurro: “Supongo que aún no hablas con mi tía.” Lo miré sin responder.
—Buenas tardes, Luz, ¿cómo estás? —Gabriel sonrió. Nadie, salvo mi abuela en mi infancia, me llamaba así. El nombre suavizó mi molestia.

Gabriel saludó a mi abuela con una cortesía antigua, besándole la mano. Ella lo observó con aprobación.
—Sí que eres guapo, ¡mira esos ojos! —dijo, acariciándole la mejilla.

Él se sentó junto a ella, comprobó que el té estuviera a la temperatura justa y se lo acercó con cuidado. Había en sus gestos una calma natural, una atención silenciosa que no buscaba protagonismo. Me descubrí observándolo más de lo que quería admitir.

—En pacientes con párkinson, hay que cuidar que coman varias veces al día y que los alimentos no estén muy calientes —explicaba mientras mantenía su mano sobre la de mi abuela.

El cambio en ella era evidente: sonreía más, parecía menos cansada. Javier aprovechó para contarle sobre una chica que le interesaba. Yo sabía quién era, pero me limité a escuchar.

Cuando Javier se quedó con ella, Gabriel se acercó a mí.
—Gracias por lo que hiciste por mi abuela.
—No tienes por qué —respondí—. Es la abuela de Javier, así que es como de la familia.

Hubo un breve silencio. Él lo rompió.
—¿Te sientes mejor? ¿Sin mareos?
—Sí, era solo cansancio… y quizá algo de estrés.
—Todos tenemos días así —dijo con una leve sonrisa, sin mirarme directamente.

Su forma de decirlo no era invasiva, pero dejaba entrever que prestaba atención a cada detalle. No hubo declaraciones audaces, solo una mirada sostenida que me hizo bajar la vista, incómoda… y curiosamente intrigada.

En su voz hallé un eco que me devolvía a casa… aunque esa casa fuera un laberinto de sombras.

No sé qué será esto entre nosotros, pero algo en su mirada ya está empezando a cambiarlo todo.




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