A las siete, en punto, un golpe seco resonó en la puerta de la familia Ruiz. La madera vibró levemente, como si el frío de la noche hubiese empujado la visita hasta allí. Don Andrés, con la cautela que solo los años y las decepciones conceden, se levantó de su sillón. Sus pasos lentos y firmes recorrieron el pasillo, mientras el aroma al café recién hecho se filtraba desde la cocina.
Abrió con un movimiento medido y se encontró frente a un desconocido.
Aquel hombre no era del barrio. Su porte era elegante, demasiado para esas calles de asfalto gastado y faroles titilantes. Cabello rubio, perfectamente peinado, ojos verdes como esmeraldas bajo la luz mortecina del porche. Alto, bien vestido, irradiaba seguridad… pero había algo más, una determinación que no se fingía. Detrás de él, un coche oscuro y lujoso aguardaba en silencio, como un cómplice.
—Disculpe… ¿Está usted perdido? —preguntó don Andrés, con una voz donde la curiosidad y la desconfianza se entrelazaban.
El visitante esbozó una sonrisa cortés, sin precipitar su respuesta.
—Buenas noches, señor. No estoy perdido. Busco a la señorita Lucía Ruiz.
El nombre cayó como una piedra en el estanque. Las arrugas en el rostro del anciano se tensaron.
—¿Mi nieta?
Antes de que pudiera añadir nada más, una voz femenina se alzó desde el interior.
—Papá, ¿quién es? ¿Quién toca a la puerta?
—Un joven caballero que pregunta por Lucía —replicó él, sin apartar la mirada del visitante.
Anastasia apareció en el umbral con paso rápido. El leve temblor en sus manos la traicionaba, aunque su rostro mantenía la compostura. Cuando sus ojos se toparon con los de aquel hombre, una alerta silenciosa encendió su mirada.
—Buenas noches, señor Duarte de León. ¿En qué puedo ayudarlo? —dijo, pronunciando su apellido con una formalidad helada que hizo que su padre la mirara con renovado interés.
—¿Duarte de León? —intervino don Andrés, frunciendo el ceño—. ¿Usted es el jefe de mi hija? Es muy joven… ¿Qué desea con mi nieta?
Noah percibió el muro invisible que se levantaba frente a él. Comprendía la sobreprotección; ¿cómo no hacerlo con alguien como Lucía? Ella era luz, y la luz siempre atraía sombras.
—Sí, papá… —intervino Anastasia con cierta incomodidad—, él es mi jefe. Mejor dicho, el jefe de todos.
Don Andrés se irguió, recuperando la autoridad que le daba la experiencia.
—Joven, pase. Tome asiento. Bienvenido a mi hogar.
Noah cruzó el umbral. No era una mansión ni un despliegue de riqueza; era un hogar verdadero. Paredes cuidadas, muebles sencillos pero pulcros, y un calor humano que ninguna fortuna podía comprar. Sintió un nudo en la garganta, una punzada de envidia por algo que él nunca tuvo.
Se sentó donde le indicaron. El silencio se instaló, y apenas apoyó las manos en sus rodillas.
—Dígame, joven —dijo el anciano—, ¿qué asuntos lo traen a buscar a mi Lucía?
—Vine, porque quiero tener una relación con ella —respondió Noah, sin rodeos—. Se lo mencioné a su hija esta mañana, pero lamentablemente no lo tomó de buena manera.
Anastasia bufó, apenas, un sonido breve y cortante. Su padre levantó una mano, exigiendo silencio.
—Puedo entender el temor de mi hija —dijo con tono grave—. Escúcheme bien, señor Duarte de León: somos gente humilde, pero honrada y trabajadora.
—Y eso es algo que respeto profundamente —replicó Noah, su voz cargada de sinceridad.
—Nuestra sobreprotección hacia Lucía tiene una razón —continuó don Andrés—. No queremos que ningún canalla mancille su honor… como le sucedió a Anastasia.
Ella bajó la mirada, tensa.
—Papá, no es necesario… —murmuró, incómoda—. No quiero que él conozca mi vida personal.
—Lo siento, hija, pero es justo y necesario —replicó el anciano, sin apartar la mirada de Noah—. Mi hija quedó embarazada a los diecisiete años. Un hombre mayor, poderoso, le prometió un mundo perfecto. La llenó de ilusiones y, cuando obtuvo lo que quiso, la dejó.
Noah sintió el peso de aquellas palabras. En ese instante entendió que, para Anastasia, él era el reflejo de un pasado doloroso.
—Anastasia sufrió —prosiguió—. Criamos a Lucía con amor y sacrificio. Así que comprenderá que usted es, para nosotros, un peligro.
Noah respiró hondo antes de hablar.
—Lamento mucho lo que han vivido… pero también los felicito. Han criado a una mujer excepcional. Lucía es… —hizo una pausa breve, como si buscara la palabra exacta—… Un alma brillante.
—Te escucho —dijo don Andrés.
Noah se acomodó en la silla.
—El dinero no me define. Heredé una empresa, sí… pero cada paso lo trabajé yo. Y sé lo que es el dolor.
Hubo un silencio pesado. La aguja del reloj de pared parecía moverse más despacio.
—Mi madre murió de cáncer de mama —añadió, y su voz se quebró apenas—. Tenía veinticinco años cuando la perdí. Ni todo el dinero del mundo pudo salvarla.
Tragó saliva antes de continuar.
—Cuando ella murió… yo también me apagué. Creí que casarme sería un rescate, pero fue como saltar de un naufragio a otro.
Anastasia lo observaba en silencio. Por primera vez, su mirada se suavizó.
—Fue un matrimonio sin amor —continuó Noah—. Solo deseo, solo una distracción. Con el tiempo, se convirtió en una tortura. Me costó salir… pero lo hice.
Sacó un sobre de su chaqueta y lo colocó sobre la mesa.
—Aquí están mis papeles de divorcio. Soy libre.
Don Andrés tomó el sobre como si pesara toneladas. La madera de la silla crujió bajo su peso. Noah esperó, sintiendo cómo el tic-tac del reloj se hacía impertinente.
—¿Y su familia? —preguntó finalmente el anciano—. ¿Aceptará esto?
—He dejado que mi padre decida por mí demasiado tiempo —replicó Noah—. Ya es hora de que tome mis propias decisiones.
El silencio se hizo espeso, como si el aire se hubiera detenido.
—Estoy enamorado de Lucía —dijo Noah—. Y quiero su permiso para visitarla formalmente.
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Editado: 03.09.2025