El motor del coche ronroneaba como un animal paciente, escondido en la penumbra. El investigador privado ajustó el lente de su cámara y volvió a enfocar. A través del parabrisas, Noah aparecía recortado contra el brillo intermitente de un semáforo. Cada vez que el hombre giraba el volante o frenaba, el obturador disparaba en silencio. Un destello más, otra prueba guardada.
El aire dentro del vehículo olía a café viejo y a la humedad de la noche. Afuera, las luces de la ciudad se estiraban como venas luminosas, pero en el interior solo reinaba el silencio y la respiración contenida de su cazador. Un error, un ruido, una sombra mal colocada… y el trabajo podía perderse. Pero la paga era demasiado jugosa como para dudar.
Cuando Noah detuvo el coche frente a un barrio humilde, el detective frunció el ceño. No encajaba. No con su ropa impecable, ni con su porte altivo. Apoyó el objetivo en el borde de la ventanilla.
—Vamos, señor Duarte de León… muéstreme lo que esconde —murmuró, disparando otra ráfaga de fotos.
Esperó. Siempre había sido bueno esperando. Cuando Noah volvió a salir, el detective encendió el motor sin dejar que el otro se le escapara. Veinte minutos después, la suerte se inclinó a su favor. Noah aparcó frente a una vivienda discreta. Una joven de cabello rojo le abrió la puerta; otra mujer salió poco después. Él observó. El abrazo, el beso cargado de hambre… clic, clic, clic.
—Te tengo —susurró, con una sonrisa ladeada.
***
Noah apoyó una mano en el volante, los nudillos tensos. La conversación con la abuela de Lucía aún le martillaba la cabeza. No podía permitirse errores. Conocía bien el filo con el que su familia cortaba la vida de quienes consideraban inconvenientes. Alexander, su padre… y Hilda, su tía. Eran expertos en herir sin dejar marca visible.
El frío de la noche se colaba por la rendija de la ventanilla.
—¿Cómo no protegerla? —murmuró, apenas un hilo de voz—. No importa cuántas veces les demuestre que es fuerte… la siguen viendo como un adorno frágil. Y aquí estoy yo, rompiendo distancias para llegar a ti.
Aparcó frente a la casa de Verónica y avanzó hasta la puerta. El golpeteo de sus propios pasos en la acera le pareció un tambor que anunciaba su presencia. Cuando ella abrió, la sorpresa le cruzó el rostro.
—Noah… buenas noches. ¿Qué…?
—Vengo por Lucía.
Dudó un instante, lo suficiente para que Noah sintiera el peso de la espera. Finalmente, asintió y fue a llamarla.
Lucía
Al ver a Noah, el mundo volvió a tener suelo. Corrí a sus brazos, aferrándome a su calor como quien se aferra a la orilla tras casi ahogarse. Él me sostuvo sin una palabra, pero con toda la fuerza de alguien que no está dispuesto a soltar.
—He venido a llevarte a casa —dijo, con calma tensa.
—Esta noche no quiero volver —mi voz salió quebrada por el llanto reprimido.
—Tu abuela me lo pidió.
—¿La conociste? —pregunté, desconcertada.
En su mirada se encendió algo suave.
—Vengo de tu casa. Todos están preocupados. Perdóname, Lucía… por el daño que te causé. Tenía que dejar claro que no voy a jugar a las escondidas contigo. No era mi intención herirte.
—No hay nada que perdonar… —susurré—. Ahora solo necesito que me abraces.
—Entonces ven. Vamos a nuestro mirador.
El trayecto fue un pacto silencioso. Sus manos enlazadas hablaban mejor que las palabras. Al llegar, Noah no esperó: me atrapó en un beso que llevaba demasiado tiempo guardado. Su boca ardía contra la mía, sus manos me reclamaban como si tuviera derecho a cada rincón de mi piel. El aire sabía a deseo, y su aliento me erizaba la espalda.
—Me muero por ti, Lucía —susurró—. Con tu inocencia derribas todo lo que soy. He hecho cosas terribles, pero tú… tú me cambiaste.
Me dejé arrastrar hasta que, en un respiro, su voz bajó de tono.
—Quiero contarte algo. De Ofelia.
El nombre me pinchó el pecho, pero guardé silencio.
—Tenía veinticinco años cuando mi madre murió de cáncer. No lloré. No pude. Sentí que alguien había vaciado mi cuerpo. Aarón, mi hermano menor, se hundió en la depresión. Alexander… Es el que me sigue, pero con él nunca me llevé bien. Aarón y yo, en cambio, somos muy unidos. Pronto lo conocerás, sé que se llevarán bien.
—Será un placer conocerlo.
Tragó saliva antes de continuar.
—Yo estaba perdido, y entonces apareció Ofelia. Un espejismo… que terminé pagando muy caro. Me deslumbró su belleza y me dejé llevar. Lo confundí con amor. La soledad puede ser destructiva si no sabes cómo sobrellevarla… Lo irónico es que, cuando te conocí, tú dijiste algo parecido sobre la soledad. Nos casamos. Éramos dos niños jugando a ser adultos. Ella… cambió. Se volvió posesiva, desconfiada. Me asfixiaba. Llegue al punto de evitar ir a casa para no verla.
Un silencio pesado se instaló entre nosotros. Noah respiró hondo, como si revivir esos recuerdos fuera sofocante.
—Con el tiempo, entendí que quien debió casarse con ella fue mi hermano Alexander. En los momentos de discordia, era él quien la consolaba. A veces se lo agradecí en silencio. Al menos, cuando estaban juntos, yo podía respirar.
Sentí un nudo en la garganta al escuchar sus palabras.
—Quedó embarazada. Por respeto al bebé, intenté soportarlo. Se volvió más agresiva, paranoica… Me acusaba de engañarla porque su cuerpo estaba cambiando hasta que una noche la encontré en la bañera. Se había cortado las venas. Perdí a mi hijo esa misma noche.
Sus manos se crisparon sobre el volante. Yo contuve el aliento.
—Me divorcié. No me importó el escándalo. No la vi en tres años, hasta que volvió hace poco. Su padre me odia. Y yo… —Su voz se quebró apenas—, yo me aferro a la idea de que hice lo que debía.
Lo abracé, sin saber si podía reparar con ternura las grietas que le atravesaban.
A lo lejos, un coche frenó. Noah giró la cabeza con un instinto casi felino. Sus ojos, de golpe, dejaron de ser suaves.
—Nos siguen —dijo, con una calma que solo escondía urgencia.
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Editado: 03.09.2025