El alivio en los ojos de mi abuela al verme no tenía precio. Apenas crucé la puerta, caminó apresuradamente a abrazarme con fuerza. Su olor me recordó a hogar, al lugar donde más segura me sentía. Aquel latido de su corazón mientras me enfundaba en sus brazos maternales sería uno de los recuerdos más preciados que me acompañarían más adelante. Mi abuelo también estaba presente, sereno, con su típica postura: las manos entrelazadas detrás de la espalda y esa mirada que siempre me transmitía una calma ancestral.
Me sentí culpable. Culpable por haberles preocupado, especialmente a ella, que atravesaba un proceso tan doloroso. En ese instante comprendí realmente lo que significa: “No tomes decisiones con la rabia a flor de piel o con la felicidad inundando tus neuronas”, porque cuando la euforia se disipa, la realidad te grita al oído: “La has cagado”.
—Siento muchísimo haberme comportado como una déspota inmadura —susurré, aún aferrada al pecho de mi abuela. —No debí haberme dejado llevar por mi rabia egoísta.
—No digas nada más, mi amor. Lo importante es que estás aquí… y que este caballero te trajo de regreso a nosotros —respondió, alzando luego la mirada hacia Noah.
—Gracias —la escuche susurrarle a Noah, seguidamente le extendió la mano y Noah la tomó con ternura.
—Gracias por cumplir tu palabra —añadió, con voz suave pero cargada de gratitud.
—Una promesa es una promesa, doña Amelia, y yo cumplo lo que prometo —respondió él, con solemnidad.
Entonces, como si sintiera una presencia, Noah desvió la mirada. En el otro extremo de la sala, mi madre lo observaba. Sus ojos hinchados delataban que había estado llorando, pero su expresión era firme, casi imperturbable, como si se protegiera tras una muralla invisible frente a él.
—Gracias, señor Duarte de León —dijo ella, contenida, sin quitarle la mirada de encima.
—Era lo menos que podía hacer —respondió él, con respeto.
—Anastasia, realmente… quiero a su hija —agregó, clavando sus ojos en los de mi madre con una honestidad que helaba el aire.
—Me temo, señor Duarte de León, que eso… solo el tiempo lo dirá. Aunque no lo crea, deseo estar equivocada, igual que mi hija.
—En ese punto concordamos. Dejemos que el tiempo hable y dicte su veredicto. Señora Ruiz, sé lo que piensa y siente. Pero no está obligada a cambiar de opinión. Solo le pido que no renuncie a lo que ama, yo no he venido a hacer daño. Si su idea es dejar la empresa, le digo desde, ya que no lo aceptaré su renuncia.
Me encogí por dentro al oír aquello. Mi madre pensaba en renunciar solo por mis sentimientos hacia Noah. Me sentí mezquina. Aunque, siendo honesta, ella solía dramatizar más de la cuenta. Mis abuelos y yo quedamos sorprendidos por aquella decisión tan apresurada; en ese momento entendí de donde yo había heredado mis arranques temperamentales.
—¿Estás pensando en dejar tu trabajo? —mi voz escapó antes de que pudiera detenerla.
—No… no voy a renunciar —dijo por fin, bajando la tensión en la sala, sobre todo la que oprimía mi pecho.
—Entonces la esperaré mañana —Noah asintió con respeto. Luego se acercó a mi abuela, tomó su mano y se la besó con la elegancia de un caballero. A mi abuelo le ofreció un firme apretón de manos.
—Me retiro más tranquilo. Una vez más, disculpen los inconvenientes —dijo antes de dirigirse a la puerta. Pero justo antes de salir, se volvió hacia mí.
—Quédate aquí esta noche. Ya ha sido suficiente por hoy. Te escribiré cuando llegue —me prometió—, se dio la media vuelta y abandonó la sala.
Lo vi alejarse en su coche. Me quedé en la ventana, observando hasta que las luces traseras se perdieron en las calles oscuras.
Esa noche, mi madre no pronunció palabra sobre el incidente con Noah. Parecía agotada… pero también aliviada. Aun así, yo sentía un peso en el pecho: la necesidad de pedirle perdón. Mi peor debilidad era yo misma. Hería a las personas que más amaba, para después atormentarme con la culpa.
Ya en mi habitación, me puse ropa cómoda y me recosté en la cama. Le escribí a Verónica para decirle que todo estaba bien y disculparme por ser, últimamente, un cúmulo de emociones errantes.
Me despejé bajo el agua de la regadera, me sequé y tomé ropa cómoda de mi closet. Luego recosté mi cuerpo sobre la cama. Sentir que por fin estaba sobre ella me daba alivio, últimamente el sueño no me daba alivio, por más que durmiera me levantaba como si no hubiese descansado, tomaba mis vitaminas, pero al parecer no surtían efecto tan rápido, nuevamente ignore el llamado de mi cuerpo achacándoselo al estrés y me coloqué los audífonos.
Momentos después recibí otro mensaje. No era de Noah, era de Gabriel. Leí cada palabra con lentitud, y todas me atravesaron como un suspiro de nostalgia. Me sentí culpable, confundida. ¿Por qué su dolor comenzaba a afectarme tanto? Realmente no podía entender porque me sentía culpable, cuando siempre había sido sincera con él.
Apagué el celular cuando Noah me informó que había llegado bien. Pero en mi mente aún resonaban las palabras de Gabriel.
—¿Cómo se supone que duerma esta noche? ¿Cómo cierro los ojos con tanto drama encima? —me reproché en voz baja.
Era como si tuviera en mis manos el corazón de Gabriel… y no supiera qué hacer con él.
Una sombra de tristeza cayó sobre mí sin previo aviso. Todo lo que ignoraba durante el día se levantaba como espectros en la penumbra de mi habitación.
“¿Acaso no fui clara contigo, Gabriel?” Me reproché, sintiendo que también él estaba ganando terreno en mi mente… en mi alma.
—Noah —murmuré—, tú también pasaste por tu propio infierno… y ahora esto…
Me sentía culpable por no poder sacarme a Gabriel de la cabeza. Estaba segura de lo que sentía. O al menos… necesitaba creer que lo estaba.
“Noah, perdóname…” Él solo vino a visitarme, y sin querer perturbó mi paz. Pero no debería afectarme así, no después de todo lo que hemos vivido.
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Editado: 03.09.2025