Me intimidaba verlo sin camisa. Los nervios me recorrían como una corriente incontrolable. Intenté desviar la mirada hacia cualquier otro punto, pero fue inútil.
Gabriel sostenía al halcón con la solemnidad de un dios empuñando su emblema. Mi vista se detuvo en su pecho: allí, un lobo delineado en grises parecía cobrar vida sobre su piel. No era un tatuaje cualquiera. Aquella figura, con los ojos abiertos del mismo color que los de él, aullaba hacia una luna invisible.
Un escalofrío me recorrió. Recordé el sueño del lobo negro abalanzándose sobre Noah. La conexión fue inmediata. Presagio o coincidencia, esa imagen me atravesó como un relámpago.
El halcón agitó las alas y Gabriel lo sostuvo con firmeza. La dualidad entre hombre y bestia, entre belleza y peligro, me desarmaba. No quería admitirlo, pero me complacía mirarlo.
—Gabriel, ponte una camisa. Hay damas presentes —ordenó Nancy con firmeza, lanzándole la prenda, la cual atajo con precisión.
Gabriel acarició al ave y le susurró:
—Vuela, Simirilion.
El halcón abrió sus alas plateadas y ascendió con majestuosidad. Solo entonces él se colocó la camisa, sonriendo con descaro.
—Perdón por andar así. Estaba entrenando con Javier antes de que llegaran.
—Entonces ya estás mejor de la caída —comentó Verónica.
—Exageran. Solo fue un tropiezo —dijo él, aunque un leve gesto de dolor lo traicionó al apoyar el pie.
—No fue poca cosa —añadió Javier, divertido—. Te caíste por andar distraído.
El comentario lo hizo mirarme. Y en ese instante, su voz se quebró en un matiz distinto.
—Más duele el cuerpo cuando lo arrancan del alma.
La tristeza apenas asomó, y enseguida volvió su máscara socarrona.
Nancy intervino con naturalidad.
—Lo importante es que ya estás bien. ¿Quieren probar mi té especial?
—Me encantaría —respondí. Y lo sentí como un deseo secreto: que ese té exorcizara lo que ardía en mí.
Mientras Verónica y Javier se sumergían en sus caricias, Gabriel volvió a hablarme:
—Bienvenida a mi casa, Lucía.
No aparté la mirada. Era una belleza peligrosa, casi trágica. Un rey sin corona. Y yo no quería que lo fuera para mí.
—Gracias.
—Espero que esta visita no te meta en problemas. Tu novio fue claro conmigo.
—Aun así, eso no te impidió escribirme anoche. ¿Estabas borracho?
—No. Estaba despierto, pensando en el beso. Eso fue suficiente.
—Baja la voz, hay gente.
—¿Ellos? —señaló a Verónica y Javier, absortos—. Ni nos escuchan. Además, tú también rompiste la regla de Noah viniendo aquí.
—Vine por acompañar a Verónica, no por ti.
—Creí que te importaba.
—¿Silmarillion? —pregunté, desviando la conversación hacia su halcón—. El nombre es de una de las obras de Tolkien, ¿verdad?
Él sonrió, recuperando algo de calma.
—Así es. Amo esa obra. Habla de los orígenes. Del tiempo antes del tiempo.
—Veo que eres amante de la fantasía.
—Y últimamente… de lo prohibido.
Me sonrojé, pero no bajé la mirada.
—Debes parar. Te lo he dicho.
—Si no quisieras, ya me habrías bloqueado.
Nancy regresó entonces con las bebidas, cortando la tensión como un cuchillo.
—Chicos, refresquen sus gargantas. Hace calor.
El té estaba delicioso, con un perfume que parecía envolver los sentidos.
—¿Qué plantas usaste? —preguntó Verónica.
—Una mezcla de melisa, tila, salvia, limón y miel —explicó Nancy con una sonrisa pícara—. La melisa y la tila relajan… la salvia ayuda a equilibrar el cuerpo femenino.
—Interesante. Mi abuela adoraría sus conocimientos —comenté.
Nancy me tomó la mano. Su gesto fue tan cálido que me desarmó.
—Lamento lo de tu abuela, Lucía. ¿Quieres acompañarme a mi vivero? Tengo algo para ti.
Acepté. Caminamos hasta la estructura de cristal y madera, un lugar que parecía un bosque encantado. Atrapasueños colgaban como pequeños talismanes. Un gato gris y blanco dormía con un cascabel en el cuello.
—Serafín —dijo Nancy con ternura—. Ama este sitio.
Ella comenzó a recorrer sus plantas, tocándolas como quien escucha un secreto.
—Dime el nombre completo de tu abuela.
—Amelia Sofía Martínez de Ruiz.
Nancy cerró los ojos, murmuró el nombre y se detuvo frente a una maceta. Tomó semillas y las trituró con cuidado.
—Mucuna pruriens. Ayuda al sistema nervioso.
Luego señaló otra planta.
—Bufera. Fortalece y calma.
Me entregó bolsitas con las mezclas. Yo apenas atinaba a agradecer.
—¿No me va a cobrar?
—No. Este es mi don. Lo único que pido es protección para mi hijo.
Guardé silencio. Esa mujer era como su vivero: transparente y profunda.
—¿En qué etapa está tu abuela?
—Etapa 2.
Nancy asintió. Sus ojos brillaron con una mezcla de compasión y certeza.
—Lucía, ¿has oído hablar de la Biodescodificación?
Negué con la cabeza.
Ella se inclinó un poco, acariciando otra planta mientras hablaba.
—Es una mirada que busca el origen emocional de las enfermedades. El cuerpo habla cuando el alma calla. Muchas veces las dolencias son memorias de lo que no nos atrevimos a expresar.
Hizo una pausa, y yo me descubrí conteniendo la respiración.
—En enfermedades autoinmunes, por ejemplo, suele haber años de rigidez, de ocultar la vulnerabilidad. El cuerpo, cansado de sostenerlo todo, se rinde y grita.
Sus palabras me estremecieron. Recordé a mi madre, a mi abuela… mujeres fuertes que tal vez nunca se permitieron ser frágiles.
Nancy colocó sus manos sobre las mías.
—Esa herencia emocional se transmite, pero también puede sanar. El alma siempre busca liberar lo que fue callado.
Me entregó una planta pequeña.
—Tomillo. Le llaman “té de Dios”. Abre el corazón. Limpia las penas antiguas.
Me sostuvo la mirada.
—Mereces existir, Lucía. No eres un error. Estás aquí para ser amada.
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Editado: 03.09.2025