¿y si no es suficiente?

LA CONTRADICCIÓN DE LUCIA

Todo se estaba saliendo de control. Laura no había ido sola: dos mujeres más la acompañaban, y todas parecían recién salidas de un ritual de venganza. El aire olía a perfume barato y rabia contenida.

—¡¿Esa pelirroja es tu nueva golfa?! —bramó Laura, con los ojos enrojecidos de furia, señalando a Verónica como una fiera acorralada.

—No te debo ninguna explicación —le espetó Javier, endureciendo el rostro—. Esta relación murió hace tiempo. Lárgate. No quiero verte más.

—¡No me iré hasta sacarle los ojos a esa roba novios!

—¡Acércate, que yo no te temo, despechada! —le devolvió Verónica, adelantando un paso, desafiante.

El griterío rebotaba en las paredes de la casa, atrayendo a los vecinos como moscas.

—¡Basta! —Nancy apareció, con la voz temblorosa pero firme—. ¡Se van o llamo a la policía!

—¡Usted es la madre del alcahuete de Gabriel! ¡Él es el culpable de todo! —vociferó Laura, fuera de sí.

Giré hacia Gabriel. Su expresión era extraña, casi divertida, como si se deleitara con el caos. Tarareó con sarcasmo “Du hast” de Rammstein, y eso encendió aún más a Laura. Se lanzó contra él como un animal rabioso, pero Javier la sujetó. Ella pataleaba, jadeaba; olía a sudor y rabia.

Y entonces me vio.

—¿Esto es una broma? ¿También estás metida tú, eres amiga de esa maldita perra?

No lo pensé.
—Es más que mi amiga. Es mi hermana. Y se llama Verónica. Aquí la única perra controladora has sido tú.

La rabia de Laura fue tan potente que se zafó de Javier y se me abalanzó. Me jaló del cabello con tanta fuerza que sentí el cuero cabelludo arder.

—¡Traidora! —rugía.

El olor metálico de su perfume mezclado con el sudor me mareaba. Le mordí la mano con desesperación. El sabor a hierro de su sangre me llenó la boca. Ella gritó y reaccionó con un puñetazo seco en mi rostro. Todo se volvió rojo. Sentí la piel partirse en el labio, el calor de la sangre escurriendo, el zumbido ensordecedor en mis oídos.

Algo en mí se quebró, la furia me nubló. Me lancé sobre ella y rodamos por el cemento áspero de la calle. El dolor en mis rodillas apenas importaba. Todo era ruido, gritos, insultos.

Alguien me sujetó por la cintura y me alzó en vilo. Era Gabriel. Verónica también se debatía contra una de las acompañantes de Laura, mientras Javier la contenía. La escena parecía sacada de una pesadilla.

Las sirenas cortaron el aire. La policía llegó. Laura y sus amigas fueron esposadas entre los abucheos de los vecinos.

—Ustedes deben acompañarnos también —ordenó un agente, dirigiéndose a Verónica y a mí.

—¿Por qué razón, oficial? —replicó Nancy, firme—. Estas mujeres llegaron a mi casa buscando pleito, ofendiendo y amenazando. Todos aquí son testigos.

El policía evaluó la escena y, al ver la cantidad de vecinos reunidos, no insistió. Se llevaron a Laura y sus cómplices, entre insultos del público. Agradecimos en silencio que el oficial no insistiera a en que lo acompañáramos a la estación policial.

Dentro de la casa, Gabriel se acercó a mí. Su rostro había perdido la ironía. Había tormento en su mirada.

—Te cortó el labio… —dijo, con los puños cerrados.

—Creo que fue su anillo —murmuré, cansada.

—Lucía… lo siento. No debiste pasar por esto. Esa mujer está loca.

Nancy apareció con gasas y pomada.
—Voy a curarte.

—Déjame hacerlo yo —interrumpió Gabriel, bajando la mirada, vulnerable—. Necesito redimirme.

Asentí en silencio. Nancy entendió y se retiró.

Él comenzó a limpiarme la herida. Su toque era tan suave que me estremecí. La adrenalina cedía, dejando espacio al dolor real.

—Tus labios no merecen golpes… —dijo en voz baja, concentrado—. Están hechos para todo lo contrario.

Mi corazón dio un vuelco. No quería mirarlo, pero lo hice. Sus ojos ardían.

—Fue épico verte pelear. No imaginé que fueras así.

—No soy ruda —respondí, con un hilo de voz—. Busco equilibrio.

—Justo por eso, cuando pierdes el control… es inolvidable.

Esa sonrisa suya, medio herida, medio descarada, me desarmaba. Y entonces lo dijo:

—A veces me descubro deseándote de una manera que me asusta.

—Nunca hice nada para provocarlo.

—Lo sé. Pero no puedo apagarlo. Anoche no dormí, te pensé hasta torcerme el tobillo en el entrenamiento. No eres culpable… Es que estás aquí… y ya no hay marcha atrás.

Su sinceridad me quemaba. Mi mente gritaba que lo rechazara. Que pensara en Noah. Pero mi cuerpo temblaba bajo el peso de esas palabras.

—No puedes quererme así. No después de lo que pasó… y de lo que tengo con Noah.

—¿Lo que tienes… o lo que finges tener? —Su respuesta fue simple, pero me atravesó.

Retrocedí, buscando la pared como un escudo. Mi cabeza era un torbellino. Noah era mi paz. Gabriel, mi tempestad. ¿Cómo elegir entre respirar o arder?

Él dio un paso más, y esta vez no sonó poético, sino crudo.
—No vine a joderte la vida, solo a decirte la verdad. Te deseo. Y no puedo negarlo.

Me mordí el labio herido. El dolor me devolvió un segundo de lucidez, pero también me recordó su beso anterior, ese fuego líquido que aún me quemaba por dentro.

Gabriel me acarició la mejilla con torpeza, como temiendo romperme.
—No me pidas que apague esto. No puedo.

Su vulnerabilidad me quebraba. Sentí un nudo en la garganta, ganas de llorar. Quise huir, pero sus palabras me ataban.
—Déjame sostenerte… aunque me cueste todo.

Y me abrazó. Su calor me envolvió, mi piel ardía.

Me resistí, pero cuando sus labios rozaron los míos otra vez, no pude detenerlo. Caí en ese beso. Y fue como volver a un sueño que no quería tener, pero del que no quería despertar.

El tiempo se detuvo. El universo guardó silencio, hasta que mi conciencia gritó: Noah.

Lo aparté de golpe, temblando.
—¡No puedes jugar así con mi mente! ¡Aléjate o tomaré cartas en el asunto!

Su expresión se quebró, como si acabara de perderlo todo. Y yo… no sabía si huir o quedarme a incendiarme con él.
—Hazlo, si eso necesitas. Pero dime antes… ¿Qué hago yo con este incendio que dejaste en mí?




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