Hilda, Lionel y Alexander cenaban en un silencio denso, apenas roto por el tintinear de los cubiertos sobre la porcelana. Cada bocado, cada movimiento, era frío, calculado, como si la mesa fuera un tablero de ajedrez donde cada pieza debía obedecer.
—Todo exquisito, tía Hilda… como siempre —musitó Alexander, inclinando la cabeza en un gesto que rozaba la servidumbre.
Hilda sonrió, satisfecha. De los hijos de Lionel, Alexander era su predilecto: dócil, moldeable, útil para sus propósitos. Noah, en cambio, era la espina que no lograba arrancar, un rebelde que odiaba y admiraba a la vez. Aarón, el más joven, todavía era un enigma; sus impulsos rebeldes prometían ser peligrosos, pero más fáciles de dirigir. Ella no había renunciado a domar a Noah, como antaño lo hizo con Lionel.
—Espera a probar el postre —dijo Hilda, tomando la mano de Alexander con fuerza, casi sellando un pacto silencioso.
—Dejemos la cortesía —gruñó Lionel, impaciente—. Vayamos al grano.
—Como quieras, hermano —Hilda entrecerró los ojos, la satisfacción de quien está a punto de clavar un puñal—. Ofelia estuvo aquí temprano… bastante alterada.
—¿Qué le sucedió? —preguntó Alexander, la preocupación evidente en cada microgesto.
—Cariño… —Hilda deslizó la voz como un cuchillo sobre terciopelo—. Tendrás que aprender a ocultar mejor tus emociones. Esa reacción tuya te delata. Cada gesto, cada mirada, te expone como a un novato.
Lionel lo observó con gravedad, apuró un trago de vino y lanzó:
—Hilda tiene razón. ¿Qué demonios pasa contigo? ¿Estás enamorado de la exmujer de tu hermano?
La rabia subió al rostro de Alexander, fuego y frustración. Respondió con veneno contenido.
—Me preocupo por Ofelia porque Noah la destruyó. La conocí dulce, llena de sueños… y ahora no es más que una sombra. Noah jugó a ser esposo perfecto… hasta quebrarla. La abandonó a sus demonios. ¡La usó y luego la arrojó como un despojo inútil! —Se inclinó ligeramente, la voz temblando entre la ira y el dolor—. Ofelia merece amor, no la crueldad disfrazada de indiferencia que recibió.
Hilda soltó una risa sorda, un siseo de serpiente.
—Ah, qué conmovedor… —se burló—. ¿El príncipe salvador eres tú, Alexander? Abre los ojos. La idolatría ciega es la antesala de la ruina. Ofelia no siente nada por ti; solamente te utiliza. Lo vi en tu rostro… aquella noche, cuando la contemplabas abrazar a Noah. Tu silencio se desangraba.
Lionel se removió incómodo. Sabía demasiado bien cuán certeras podían ser las palabras de su hermana. La recordó manipulando la vida de Claudia, su difunta esposa, robándole la alegría hasta matarla de pena.
—¡Basta de veneno! —explotó Alexander, golpeando la mesa—. Dime qué le dijo Ofelia.
Hilda sonrió con sadismo contenido, como serpiente a punto de morder.
—Mandó a investigar a Noah —dijo, tendiéndole un sobre—.
Lionel frunció el ceño al ver las fotografías. Hilda continuó, helada.
—Lo peor no es que Noah tenga a otra mujer… sino quién es. La hija de una de las obreras de limpieza de la empresa.
Alexander tomó una foto, frunciendo el ceño mientras escrutaba el rostro desconocido.
—No sé quién es esta mujer… Noah siempre ha tenido buen gusto.
Hilda le lanzó una mirada envenenada.
—Yo sí la conozco. Una pobretona arrogante.
—Vaya, tía… qué rapidez para juzgar —murmuró Alexander, con un hilo de sarcasmo en la voz y la mandíbula tensada.
—No respetaba ni el uniforme —escupió Hilda—. Parecía una usurpadora.
—Puede ser solamente una aventura —intervino Lionel, conciliador.
Hilda lo cortó con un chasquido de lengua.
—¡No! Esa cualquiera viene por algo más… y no permitiré que contamine nuestra sangre. No permitiré que los Duarte de León se mezclen con carroña.
—Noah es libre —replicó Alexander, frío como acero, los ojos brillando de desafío—. Si quiere revolcarse con una marginal, que lo haga. No somos dioses para decidir quién merece amor.
—¡Yo seré el muro que los aplastará! —rugió Hilda, golpeando la mesa; el vino saltó de las copas.
Lionel intentó aplacarla, pero su voz era un murmullo frente al huracán.
—Estás delirando, Hilda.
—¿Delirando? —Hilda lo fulminó con una risa amarga—. Siempre he tenido que limpiar tus desastres, Lionel. Esta vez no será diferente. Esa mujer y su madre serán borradas. Me aseguraré de que no encuentren empleo ni limosna en todo el país.
—Difiero —intervino Alexander, firme—. Al enemigo se le vigila de cerca, no se destruye tan pronto.
Lionel asintió, y Hilda, aunque a regañadientes, aceptó.
—De acuerdo… de momento las vigilaré. Alexander, serás mis ojos.
—Ya lo soy —respondió él, sin pestañear.
—Perfecto. No dejaré piedra sobre piedra.
El ambiente estaba cargado, como antes de una tormenta eléctrica.
Hilda suspiró, recuperando su máscara de frialdad.
—Otro asunto… dentro de cinco días se celebrará el evento de deportes extremos. Estaré allí representando a la empresa.
—Noah también irá —dijo Alexander, como lanzando una granada.
—¿Noah? ¿Y desde cuándo le interesan esas nimiedades?
—No me preguntes —respondió Alexander, encogiéndose de hombros, los dedos jugando con la copa.
Hilda frunció los labios.
—Lo descubriré. Si Noah se mueve, es porque esconde algo. Y apuesto mi vida a que esa mujer que sonríe en las fotos tiene que ver.
Lionel y Alexander cruzaron miradas silenciosas. Sabían que Hilda, una vez desatada, no se detenía ante nada. Ni siquiera ante la sangre.
La conversación había terminado, pero el eco de las palabras de Hilda seguía clavado como un puñal en el aire.
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Editado: 03.09.2025