¿y si no es suficiente?

EL ECO DEL LOBO GRIS

Medianoche. Los ecos del pasado irrumpen en el presente. El bosque era idéntico, como si el tiempo se hubiese congelado. Ella seguía siendo una niña al borde de la adolescencia, no la mujer adulta en que se había convertido.

Ve a su padre salir de la habitación de su madre. El mismo comportamiento extraño de siempre. Espera a que él se aleje, para asegurarse de que todo esté bien. La encuentra dormida plácidamente. Suspira aliviada… pero ha perdido tiempo. Su padre ya le lleva ventaja.

La niña sabe adónde se dirige: una vez más se ha internado en el extenso bosque. Sin pensarlo, toma la bicicleta. Pedalea con furia, como si su vida dependiera de cada movimiento, ignorando la lluvia que arrecia.

El cielo ruge. La luna llena se difumina entre la tormenta. El bosque se convierte en sombras líquidas. Entonces lo escucha: murmullos, gritos rasgados que se confunden con los relámpagos.

Y lo ve.

Su padre arrodillado, gimiendo como si luchara contra sí mismo. La silueta contorsionada. Los ojos brillando como los de un lobo en la oscuridad.

—Papá… —susurra, la voz rota.

La criatura lo mira. Es él, y no lo es. El contacto es brutal, aterrador. Ella grita hasta desgarrarse la garganta.

—¡Vete! —ruge la voz. La misma de su padre, pero más profunda, más monstruosa.

Hilda se despierta de golpe. Jadea, empapada en sudor. Se levanta tambaleante, bebe un vaso de agua. Afuera, la tormenta sigue azotando la noche. Un relámpago ilumina su amplia habitación. Es luna llena.

Las imágenes se desvanecen, pero el temblor permanece. Decide bajar al despacho. Se sirve un trago, se hunde en su sillón y alza la mirada hacia el cuadro de su padre: Ethan Duarte de León, el Lobo Gris.

Un relámpago rasga el cielo, iluminando el lienzo. Una lágrima se desliza por el rostro de la Dama de Hierro.

—Después de tanto tiempo… —susurra—. Nuevamente, te me has aparecido en sueños, papá.

Dos días antes de la competencia.

La impaciencia lo devoraba por dentro. Alexander llegó al condominio donde Ofelia vivía temporalmente, caminó con determinación hacia el ascensor y apretó el botón con fuerza. Los segundos se estiraban como si el tiempo conspirara contra él. Pensó en tomar las escaleras, pero no fue necesario: las puertas del elevador se abrieron con un chirrido metálico, como si también esperaran su entrada.

Frente a la puerta de Ofelia, no hizo falta que tocara. Ella ya lo había visto por las cámaras. Lo esperaba.

Abrió sin decir palabra, y él entró como una tormenta. Su rostro era un lienzo de ansiedad, rabia y desilusión. Ni siquiera la saludó.

—¿De verdad fuiste tan estúpida como para correr a contarle todo a mi tía Hilda, en vez de buscarme a mí? —escupió, con el ceño fruncido—. ¿Tan desesperada estás por el rechazo de Noah que decidiste tocar a la misma puerta del infierno?

Ofelia mantuvo la compostura, aunque sus ojos destellaban una mezcla de desafío y arrepentimiento.

—Admito que me precipité, pero la rabia me ganó. ¿Qué otra opción tenía? ¡Tenía que impedir esa relación de cualquier forma! Y nadie más efectiva para ese trabajo que Hilda Duarte de León… la única con los ovarios bien puestos.

Alexander la miró con una mezcla de asco y pena.

—Aunque le hayas dado toda la información, no te va a favorecer. Te descartó desde el primer momento en que detectó lo que realmente eres… No olvida que intentaste quitarte la vida.

Ofelia apretó los labios, dolida.

—Tú tampoco eres imparcial. Dejaste de ser confiable en el instante en que te enamoraste de mí —le reprochó con un tono seco, cargado de veneno.

Alexander soltó una carcajada amarga, como quien escupe algo podrido.

—Claro que lo sabías… y supiste cómo aprovecharlo. Dices que sentiste algo, pero esa emoción no era ternura, era puro morbo. No era confianza… era el éxtasis de romper las reglas. Nunca fuiste leal a Noah, solo tenías un capricho herido, y eso es peor. En esas noches a tu lado, cuando tus ojos se abrían en medio del sueño, enloquecidos por el recuerdo de él, comprendí que no lo amabas. Solo lo querías devorar.

Se acercó más, su voz convertida en una confesión venenosa.

—Recuerdo la primera vez que te aprovechaste de mí, mientras jurabas amor eterno por él, tumbada entre mis brazos. Contabas los minutos para su regreso… pero despertabas una y otra vez en mi cama.

Ofelia se lanzó a darle una bofetada, pero Alexander la detuvo en el aire. Sus miradas chocaron como cuchillas.

—Mi tía me lo advirtió. Te leyó desde el primer momento. Tiene ese don maldito: la perspicacia. Siempre un paso por delante de nosotros. Pero no te ilusiones, si esa nueva mujer que está con Noah tiene algo que a Hilda le guste, no le importará su origen. Mi tía ama la inteligencia genuina… y tú, Ofelia, en eso saliste reprobada.

Ella intentó zafarse; aun así, él la sostuvo firme, como si quisiera que bebiera del mismo veneno que ella le había hecho tragar.

Ofelia cambió de táctica. Lo miró con deseo, y buscó su boca con un gesto calculado. No obstante, Alexander la soltó con brusquedad. Dio media vuelta para marcharse, aunque antes, clavó su sentencia:

—Quise amarte de verdad… Durante todo este tiempo, me aferré a la idea de que aún podíamos salvarnos. Pero me cansé de ser tu refugio de segunda mano. Y sí, fue mi tía, la misma que detestas, quien me lo dijo en aquella cena: “Cuídate de ella.” Y tenía razón.

—Esa bruja maldita no pudo advertirte nada. Ella no sabe lo nuestro… A menos que tú… —Se le quebró la voz por la sospecha—. ¿Fuiste tan poco hombre como para contárselo?

—No dije nada. Pero por cómo me habló… está claro que lo sabe todo. No necesita que uno le confiese. Hilda siempre sabe.




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