¿y si no es suficiente?

EL BENEFICIO DE LA DUDA

Hilda Duarte de León no perdía tiempo cuando algo le interesaba. Y en este caso, Lucía Ruiz se había convertido en un enigma que exigía respuestas.
Sobre su escritorio reposaban varios sobres manila, sellados con fechas y clasificados con precisión. Fotografías, copias de documentos, hasta el certificado de nacimiento. Su gente era rápida, discreta, infalible. La perfección era lo mínimo que aceptaba.

Encendió la lámpara de escritorio. La luz cálida recortó sus facciones severas mientras abría el primer sobre.

—Veamos quién eres realmente, muchachita… —murmuró, con un dejo de ironía en los labios.

Sacó el acta de nacimiento.

—Veintiún años recién cumplidos… hija natural de madre soltera. —Exhaló un suspiro, mitad burla, mitad, reproche.— Noah, Noah… nunca aprendes la lección.

Abrió otro expediente. Una ceja se arqueó.

—Matemáticas puras… —repitió en voz baja, con un destello de interés en la mirada.

Hilda dejó el papel sobre la mesa con lentitud, como si pesara más que los otros. Aquello sí la sorprendía. No era común ver a una joven de esa edad abrazar semejante disciplina: lógica, estadística, razonamiento abstracto. Terreno reservado para mentes templadas, para quienes no temían a la soledad del pensamiento.

Se sirvió un coñac y, mientras el líquido ámbar llenaba la copa, no pudo evitar que un recuerdo la rozara como una herida mal cicatrizada. Alejandro Santos. El único hombre al que había amado de veras. Un sueño de familia que terminó en desengaño. Él había querido domarla, recordarle “su lugar”, apagar sus alas. Y ella, con sangre fría, se liberó. Esa fue su victoria más grande y también su condena: desde entonces, nada ni nadie logró atravesar sus murallas.

El dolor la había convertido en acero. Pero en lo más hondo, su herida más cruel —como la del dios Quirón— seguía viva, ligada a Ethan Duarte de León, su padre, el Lobo Gris. Esa pesadilla adolescente aún la visitaba: la silueta en el bosque, los ojos brillando bajo la luna. Un juramento grabado con fuego. Desde más allá de la muerte, Ethan seguía recordándole su deber: proteger a la familia, mantener el legado.

Hilda apuró un sorbo de coñac, y volvió a los papeles. Esta vez, al detenerse en una foto de Lucía, sus labios se curvaron apenas. La memoria la traicionó con una escena: aquella jovencita, cabello revuelto, uniforme mal puesto, repartiendo agua en plena conferencia y osando replicarle frente a todos. Insolente, sí. Pero también firme.

—No le teme ni al trabajo, ni al ridículo, ni al qué dirán… —reflexionó en voz baja.

Volvió a apoyar la copa sobre el escritorio. Esta vez cerró el expediente con una delicadeza inesperada, casi con respeto.

—Tienes agallas, Lucía Ruiz. Y cerebro. Eso no se compra ni se hereda… se forja. —Sus ojos brillaron un instante, antes de volver a endurecerse—. ¿Te has ganado el beneficio de la duda.

Se reclinó en el sillón de cuero, pensativa.

—Quizás no seas otra cara bonita. Quizás, con esa mente afilada, seas una pieza valiosa en este juego. Y si de verdad quieres triunfar, chiquilla… —Apretó los labios, con una mezcla de reconocimiento y advertencia—, tendrás que demostrarme que puedes sobrevivir al tablero.

Lucía.

Noah aparcó frente a mi casa y no me dejó salir sin besarme de nuevo. Yo también quería besarlo… aunque me dolía haber pensado en Gabriel mientras lo hacía. Aquellas comparaciones eran injustas. Mi corazón había elegido a Noah desde el primer instante… pero Gabriel había llegado sin avisar a perturbar mi paz.

Sentía que algo no estaba bien. Todo sucedía al mismo tiempo, como si el mundo girara fuera de control, y yo no supiera cómo evitar el colapso.

Pero entonces Noah apareció y me salvó de mí misma, reclamando mi atención con sus besos… hasta que Gabriel volvió a filtrarse en mi mente. Era como un juego de sillas musicales… sin música, sin sillas, y con dos hombres peleando por mí.

—Te quiero —susurró cerca de mis labios—. Fue una velada espléndida, Lucía. Me alegró ver que tú y Aarón se llevaron bien.

—Me agrada Aarón. Aunque al principio estaba muy nerviosa…

—Ya ves que eran nervios desperdiciados —dijo con una sonrisa intensa.

—Creo que lo mejor será acompañarte hasta tu puerta. Si me quedo un minuto más contigo, no respondo de lo que soy capaz —añadió con picardía.

—Es lo mejor… porque yo tampoco soy de piedra —respondí sin rodeos.

Aunque mi mente había sido desleal, no era mentira que me moría por sentir el amor de Noah en todas sus formas. Estaba preparada para lo que él quisiera darme.

Me acompañó hasta la puerta y me besó una última vez antes de marcharse.

—Mañana estaré en una competencia de deportes extremos donde nuestra empresa será patrocinadora. Aarón irá conmigo, y quiero que tú también estés… para que todos vean que estás conmigo. ¿Te gustaría ir?

—Contigo, hasta el fin del mundo —respondí. Su sonrisa se ensanchó.

—Empieza a las diez de la mañana.

¡Mi asesoría era a las nueve! Me tambaleé.

—¿Pasa algo, cariño?

—Tengo asesoría de tesis. Termina a las diez. Llegaré tarde.

—No te preocupes. Enviaré a mi chofer por ti. Puedes invitar a tu amiga. Tendrán pasos VIP.

—En ese caso, nos vemos mañana —nos dimos otro beso, uno que quise alargar, pero estábamos frente a casa. Noah se alejó en su coche. Me quedé allí, viendo cómo su vehículo desaparecía entre las calles, y luego miré la casa. Todo parecía en calma. Las luces encendidas en la mayoría de las ventanas. Aún no era tarde.

Entré.

Mi madre suspiró al verme. “Qué exagerada”, pensé. Pero para una madre, sus hijos siempre son niños.

Noah había enviado un presente a mi mamá y a los abuelos. Ella lo aceptó a regañadientes. Tras unas palabras con ellos, subí a mi habitación y llamé a Verónica.

Contestó de inmediato.

—¡Cuéntamelo todo, Lucía Ruiz! —arrugó su nariz como un duende, y me hizo reír.




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