¿y si no es suficiente?

MEMORIAS PRESTADAS

No era la primera vez. Cada cierto tiempo, Gabriel despertaba bañado en sudor, con imágenes que no podía nombrar. Pero esta vez fue distinto: no era un sueño cualquiera, era como si estuviera dentro de la piel de otro hombre.

Sentía el peso de cadenas en sus muñecas, el hierro mordiendo la piel. El olor a sangre y humedad llenaba sus pulmones. Podía escuchar el latido frenético de un corazón que no era suyo, y el rugido que nacía en la garganta como si algo quisiera arrancarle el alma.

En un destello vio a una mujer joven, de unos veintiséis años, quizá un poco más, llorando frente a él. Sus lágrimas caían como puñales silenciosos, y su voz, quebrada entre ternura y miedo, atravesaba la penumbra.

—Papá… te amo… eres más fuerte que esto…

Un gruñido profundo desgarró el aire, reverberando en aquella habitación desconocida, donde los espejos, torcidos y girados hacia él, multiplicaban su agonía.

—Por favor, detente… me estás asustando.

El hombre apretaba los puños hasta hacerse daño, las venas hinchadas, como si la piel no pudiera contener la furia que lo devoraba.

—No puedo evitarlo… esta energía maldita me consume… —jadeó con la voz rota—. Acaba con esto… deberías temerme. Ya no tengo control. No soporto más a la bestia que llevo dentro…

—No puedo… —sollozó ella, retrocediendo—. No estoy preparada…

Él rio con amargura, un eco ahogado entre rabia y desesperación.

—No conoces al villano que vive en mi cabeza… me exige que escriba sobre ellos con tinta de nuestra sangre, para que no mueran conmigo. Esa es mi herencia… en tus venas.

El dolor lo dobló. Su pecho ardía como si los huesos quisieran estallar desde dentro. Gabriel intentó gritar, pero lo que emergió de sus labios no era su voz, sino la de aquel hombre desgarrado entre humanidad y bestia.

Y entonces, el disparo. El trueno seco. La bala entró directo al corazón. El hombre, tambaleante, se miró en el reflejo: aquellos ojos eran idénticos a los de Gabriel, la misma mirada atrapada entre miedo y destino. Antes de desplomarse, un susurro se alzó como una condena.

—Ellos vienen por ti… Ya no puedo contener estos secretos…

Gabriel cayó de rodillas dentro del sueño. Y antes de despertar, alcanzó a ver algo imposible: el rostro de la joven desfigurado por las lágrimas, y detrás de ella, un gitano de ojos oscuros y sabiduría antigua, guardando el secreto en silencio.

Despertó con un grito, jadeando. La piel le ardía, y el pecho le dolía como si realmente hubiese recibido el disparo.

—¿Qué diablos me está pasando? —susurró, pero no había respuesta. Solo el eco de memorias que no eran suyas.

Con pasos pesados, Gabriel se reincorporó en la cama y permaneció unos segundos con los codos hundidos en las rodillas, frotándose el rostro como si intentara borrar los restos de aquel sueño que aún lo atenazaba. Finalmente, se levantó y se dispuso a alistarse, cada movimiento mecánico, casi forzado.

En el desayuno, masticó en silencio, sin apenas probar bocado. La voz de su madre, hablando de trivialidades, se deshacía en el aire como un murmullo lejano; él apenas la oía, prisionero todavía de aquellas imágenes demasiado vívidas para ser solo un sueño. Habían dejado en su pecho una huella punzante, como si lo hubiesen marcado a fuego. Desde que conoció a Lucía, algo en su interior se había fracturado: un sello invisible que mantenía a raya emociones que ahora lo desbordaban.

Al salir, el frío de la mañana lo recibió como un golpe seco. Caminó hacia la cochera con pasos firmes, encendió la moto y dejó que el rugido del motor acallara sus pensamientos. Aceleró con violencia, como si la velocidad pudiera disipar la inquietud que lo consumía, rumbo a la tienda donde Javier lo aguardaba. Hoy no podía permitirse el lujo de perder la concentración, aunque el recuerdo de ese sueño ardía todavía en su memoria como un secreto imposible de ignorar.

Al poco tiempo ya estaba junto a Javier, que había dejado todo preparado para la competencia. La camioneta esperaba con la compuerta abierta, cargada de repuestos y herramientas. Con entusiasmo, Javier ajustaba la cámara en el casco de su amigo, decidido a registrar cada instante de la hazaña.

—Agradezco profundamente que los jurados aceptaran la petición a última hora —dijo con los ojos encendidos de emoción—. Este video tiene que subirse a nuestro canal, hermano.

Pero la mente de Gabriel estaba lejos, enredada aún en la bruma del sueño que lo perseguía.

—Hey, Gabriel… ¿Estás bien?

—Sí… por supuesto que sí.

Lo dijo rápido, con una sonrisa forzada. En su interior, los pasillos de su mente retumbaban con ecos y gruñidos que no lograba acallar. Dio un paso atrás y fingió revisar algo en la moto para apartarse un instante. Allí, solo, regresó a él la voz susurrante: «Ellos vienen por ti… «Ya no puedo mantener estos secretos dentro de mí».

El recuerdo le oprimió el pecho. Revivía los fragmentos de aquella escena como si no fueran ajenos, como si la angustia de ese hombre desconocido —y al mismo tiempo tan cercano— se filtrara en su propia sangre. Sentía el peso de un sueño heredado: el afán de construir un imperio, sí, pero también la condena de un cuerpo habitado por sombras y monstruos.

Mientras tanto, la barra de amigos llegaba en caravana, ondeando con orgullo el estandarte de Terreno Deportivo, la tienda emergente que era su proyecto común. El ambiente bullía de risas, bocinazos y expectativa.

Javier, sin perder el ritmo, encendió un live en su cuenta. Saludaba a los espectadores, leía comentarios en tiempo real y hablaba de la competencia. Su estrategia era clara: viralizar las proezas de Gabriel, atraer compradores y, si la suerte lo permitía, captar inversionistas.

Gabriel, en cambio, vagaba como un fantasma entre los preparativos, con el cuerpo presente pero la mente atrapada en aquel sueño. Lo repasaba en silencio, anotando detalles invisibles en los rincones de su memoria. Finalmente, subió a la camioneta con movimientos lentos, como un zombi. Javier lo observó de reojo: su seriedad y su ensimismamiento eran imposibles de disimular.




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