¿y si no es suficiente?

AL lIMÍTE DE LA ADRENALINA

Las montañas se erguían ante Gabriel como guardianes antiguos, y él las contempló cerrando los ojos, respirando su esencia con un hálito que parecía rozar lo sagrado. Algo profundo, indómito, dentro de su ser, lo llamaba a recorrerlas, a fundirse con su terreno. Pidió permiso al viento, y entonces, como si la naturaleza respondiera, algo latió en su interior, despertando una fuerza que ni él comprendía del todo. Subió a la bicicleta y los gritos que clamaban su nombre se desvanecieron, absorbidos por el rugido del aire y el vértigo que lo envolvía.

El recorrido comenzó. Su mente se dispersaba y a la vez se concentraba con intensidad febril; era como si su cerebro y su corazón bailaran en desacuerdo, como si una enfermedad mental controlara su percepción. Aquello que lo recorría era más grande que su cuerpo, más fría que la piel que lo recubría, y más cruel que los demonios que lo acechaban en sueños. Más poderosa incluso que sus propios huesos, desafiando los límites de la carne.

Y, sin embargo, existía en él una fuerza indomable, una corriente salvaje que despertaba solo cuando interactuaba con el aire libre y los deportes extremos. Su instinto animal emergía con una claridad que le helaba la sangre: era una premonición, un destello de lo que era y aún desconocía. Gabriel no competía; él volaba. No existían reglas humanas que pudieran contenerlo. Cada pedalada, cada giro, cada salto lo unía más a las montañas, más a algo primitivo que yacía dormido en sus venas. Su cuerpo parecía resonar con la tierra, con la gravedad, con la vida y con la muerte misma.

Entonces, la escuchó de nuevo. La voz de aquella mujer del sueño, dulce y temblorosa, atravesando su mente: “Por favor, detente… me estás asustando.”

Abrió los ojos y su mundo se volvió un torbellino. Su cuerpo giraba en piruetas imposibles sobre las dos ruedas, cada músculo estirado al límite, cada movimiento medido con precisión instintiva. Sus ojos recorrían el panorama, captando los matices del paisaje como si pudiera leer su alma. Y mientras volaba entre riscos y valles, entre la gravedad y la vida, entre el peligro y la libertad, su espíritu se liberaba, más salvaje y completo que nunca.

Un rugido contenido, un impulso feroz, le recordó que había algo dentro de él, que no era solo humano. Algo que todavía debía despertar, y que aquella montaña parecía conocer mejor que él mismo.

†††

El narrador oficial arrancó su discurso con voz ampulosa, ensalzando al primer participante. Aarón, Verónica y yo nos concentramos en cada uno de sus movimientos. Para mí, novata total en estas competencias, todo era abrumador, una mezcla de fascinación y terror.

El ciclista apareció en lo alto de la rampa, ajustándose el casco con una calma que desafiaba la lógica. Comenzó con maniobras suaves, casi rituales, como si estuviera calentando el alma antes del descenso. De pronto, se inclinó hacia atrás, y la multitud contuvo el aliento.

—¡Señoras y señores! —tronó la voz del narrador—. Hay una razón por la cual el seminario de Christopher es tan venerado. Su filosofía de “todo o nada” le ha valido hazañas irrepetibles. El año pasado se coronó campeón por segunda vez… y hoy viene por la tercera. Cada vez que se ve a Christopher en la línea de salida, el corazón de esta competencia late más fuerte…

Los gritos del público se elevaron como un rugido ensordecedor cuando Christopher descendió por la rampa como un vendaval. Tomó velocidad, se adentró en terrenos irregulares y rocosos, sorteando desniveles con audacia suicida. Saltaba y caía en pendientes que parecían abrirse como abismos bajo sus ruedas.

—¡Dios mío! ¡Esta gente ha perdido la cabeza! —exclamó Verónica, llevándose la mano al pecho como si intentara sujetar su corazón desbocado—. Una cosa es verlo en redes… ¡Y otra muy distinta aquí!

Aarón la observó divertido, con esa chispa de admiración que siempre le brillaba en los ojos. A él, sin duda, lo fascinaba el espectáculo… y Verónica. Yo, en cambio, me sentía congelada. Mis labios estaban sellados, mis manos frías; parecía una estatua de tiza al borde del colapso. De los tres, Aarón era quien más disfrutaba del evento.

—Buena técnica en la doble caída —comentó Aarón, analizando la ruta con ojo clínico—. Ahí se han lesionado más de uno…

Agradecí internamente que Noah lo hubiera invitado. Su claridad al explicar cada maniobra transformaba el caos en una especie de coreografía que mi mente apenas lograba seguir.

De pronto, un rugido se alzó desde la multitud: Christopher se elevó en el aire y giró como un cometa, para luego caer con una precisión que parecía orquestada por los dioses.

—¡Wow! ¿Es que… ¿Es HUMANO? —gemí.

—Lo es —me aseguró Aarón, soltando una carcajada ante mi cara de asombro y terror mezclados.

No quería seguir mirando. Ver a ese hombre saltar de una montaña rocosa a otra me provocaba una ansiedad insoportable. Sentía que en cualquier momento caería al vacío y se haría pedazos. Mi pecho se apretaba, mis piernas temblaban, y el corazón parecía querer escapar de mi cuerpo.

Pero mis nervios llegaron al límite cuando el bicampeón se lanzó, por lo que, para mí, era un auténtico despeñadero. Durante un segundo, desapareció… solo para emerger de golpe y caer sobre una roca plana que parecía un nenúfar suspendido en el abismo. Rebotó, giró de nuevo en el aire y aterrizó sobre un sistema de rampas y obstáculos que desafiaban toda lógica.

—Por fin llegó a un terreno plano —suspiré, sintiendo que recuperaba la respiración por un instante.

Christopher pareció perder el control al instante siguiente. La bicicleta patinó en la tierra, derrapando peligrosamente, pero él logró recuperar el equilibrio con una maniobra rápida. Aarón negó con la cabeza, impasible:




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