¿y si no es suficiente?

AL BORDE DEL ABISMO

Gabriel.

La concentración y el enfoque eran los únicos sentimientos que dominaban a Gabriel en ese instante. Su mirada, aguda como la de un halcón, se posaba en las montañas que ansiaba conquistar. Respiraba profundo, dejando que cada inhalación cargara su cuerpo con fuerza, con instinto, con esa energía indomable que todavía no comprendía del todo.

Antes de liberar su verdadera esencia, desvió la vista hacia el punto donde Javier le había dicho que estaría Lucía.
—No dejes que la luz se apague —murmuró para sí, como una plegaria íntima, apenas un susurro entre el viento que lamía su rostro.

Sin dudar un segundo más, se lanzó al vacío, entregándose por completo.

La carrera comenzó con una serie de volteretas hacia atrás desde la Star Tower. La bicicleta y el cuerpo parecían una misma criatura, diseñada para desafiar la gravedad. La adrenalina lo atravesó con brutal intensidad al enfrentar la primera bajada empinada, haciéndolo sentir vivo en cada fibra. Cayó en plano, ascendió, giró en el aire como si el mundo entero fuera su escenario.

—¡Master! —tronó el comentarista, mientras la multitud estallaba en vítores y aplausos, contagiada del vértigo y la pasión que Gabriel imprimía en cada línea rocosa, en cada pendiente peligrosa.

Su respiración era agitada y poderosa, como un tambor marcando su furia y libertad. Su cuerpo se fundía con la bicicleta en una danza salvaje, salvajemente, precisa. Subió con velocidad pura hasta lo más alto del circuito, donde Javier había diseñado un trazado casi artístico. Gabriel lo transformaba en su propia sinfonía: saltos, giros y caídas calculadas, una obra maestra de barro y piedra que cobraba vida con su impulso.

Volvió a descender. Los pendientes que parecían devorarlo lo recibían con violencia, pero no titubeó. Un grito brotó de su garganta —feroz, primitivo, vibrante— como el alarido de un águila que se sabe dueña del cielo. Se impulsó con fuerza, giró en el aire y cayó sobre otra sección con precisión sobrehumana.

Los espectadores estaban hipnotizados. Los comentaristas apenas podían seguirle el ritmo, alabando cada voltereta, cada salto, cada aterrizaje impecable. Todo era armonía y potencia concentrada, poesía sobre ruedas.

Pero Gabriel quería más. Quería que todos sintieran su fuerza. Su alma volaba con el viento. En ese momento, no era solo un atleta: era libertad encarnada.

Tras una carrera impecable, cargada de maniobras espectaculares, alcanzó la última sección: un sistema de rampas que lo conducía directo a la meta. Frente a miles de ojos extasiados, demostró que la disciplina y la pasión podían convertir a un hombre en leyenda.

Apenas cruzó la línea de llegada, Javier corrió hacia él, abrazándolo con fuerza. Su emoción era pura, incontenible. Gabriel devolvió el gesto, fundiéndose en un abrazo que hablaba de hermandad, de victorias compartidas, de secretos que no necesitaban palabras.

Al separarse, Gabriel vio algo que lo dejó sin aliento. Entre la multitud, su madre. Su corazón dio un vuelco y, por un instante, todos los saltos, giros y vuelos parecieron insignificantes frente a ese instante de conexión que ningún logro podía superar.

Ella, que había prometido no asistir por miedo a presenciar su peligro, estaba allí. Sus ojos, empapados de lágrimas, brillaban con alivio al ver que su hijo estaba entero. Vivo. Victorioso.

Gabriel corrió hacia ella, la alzó en brazos y la abrazó con toda la fuerza del amor. A su alrededor, camarógrafos y fotógrafos capturaban ese instante eterno: un hijo regresando del abismo para encontrarse con su madre.

Desde el podio, los jueces deliberaban con concentración absoluta. Noah, a pesar de la tensión que lo separaba de Gabriel, sabía que debía ser justo. Todos los competidores habían mostrado destreza y esfuerzo, pero solo uno había desafiado los límites, fusionando técnica, coraje y una audacia casi sobrehumana.

Y ese era Gabriel Argüelles.

—Maldito… no pensé que fueras capaz de algo así —pensó Noah, con un hilo de resignación. Aun contra su voluntad, dejó que su mente fría y profesional dictara la puntuación correcta. Acababa de entregarle la victoria a Gabriel Argüelles.

Instantes después, el marcador brilló con fuerza: 92.33 puntos para Gabriel, superando a Christopher, quien quedó en segundo lugar con 91.00.

La multitud estalló en vítores, aplausos y gritos que parecían sacudir las montañas mismas.

—¡GANÓ! ¡Gabriel ganó! —bramó Javier con un entusiasmo casi infantil, saltando de un lado a otro.

Gabriel se quitó el casco, respirando entrecortadamente. Su rostro sudado y exaltado reflejaba incredulidad, alegría y una mezcla de alivio y asombro. Felicitaciones comenzaron a llover desde todos los rincones.

Christopher se abrió paso entre la multitud con serenidad y, al llegar a él, le estrechó la mano con respeto.
—Eres increíble —dijo con voz firme—. Fue un honor competir contigo.

Gabriel apenas podía procesar lo que ocurría. Todo giraba vertiginosamente. Aún no se creía campeón… hasta que la realidad lo golpeó con fuerza.

Un micrófono apareció frente a él.

—Gabriel, ¡acabas de convertirte en el rey de la manada este año! ¿Cómo te sientes?

Respiró hondo, conteniendo una emoción que amenazaba con desbordarse. Sus labios se curvaron en una sonrisa honesta y arrolladora.

—No sé cómo explicarlo… —dijo, con la voz cargada de intensidad—. No hay palabras. Solo puedo decir que se siente jodidamente genial. Ver los frutos de tanto esfuerzo… del sudor, de las caídas, del miedo, del dolor… es indescriptible. Esto no es un deporte para cualquiera. Para quienes lo amamos, es un estilo de vida. Y yo nací para esto.

El comentarista soltó una carcajada, contagiado por la fuerza de sus palabras.

Nancy y Javier subieron al podio. La emoción de su madre era palpable; las lágrimas le surcaban las mejillas, brillando bajo el sol como pequeñas joyas. Intentó hablar, pero solo pudo cubrirse el rostro con una mano y reír entre sollozos.




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