La mirada de Gabriel estaba clavada en mí, ignorando todo a nuestro alrededor. El estupor de mi madre era evidente; reconoció al instante que lo que veía no era una simple pelea. Con un gesto apenas perceptible, me advirtió que más tarde tendría que darle una explicación convincente.
Me angustiaba la idea de que Noah regresara y encontrara a Gabriel en mi casa. No quería ni imaginar el desastre. “No puedes tener tanta mala suerte, Lucía… aléjate de ese pensamiento”, me susurré a mí misma.
—Voy a estar cerca, hija, por si necesitas algo —murmuró mi madre, antes de mirar a Gabriel. Su silencio era un grito ahogado, una tensión que llenaba la habitación.
—Muchacho, ¿te sientes bien? —preguntó, intentando controlar la voz.
Él no respondió, solo la sostuvo con los ojos: suplicantes, rotos, desnudos ante mi madre y ante mí.
—Voy por hielo, Lucía. Su nariz está muy inflamada —dijo mi madre—, y salió de la sala.
Apenas quedamos a solas, Gabriel me abrazó con fuerza. Yo también lo hice, como si el mundo entero desapareciera entre nosotros. Hundió su rostro en la curva de mi cuello, y su voz se deslizó como un hilo quebrado:
—Este golpe no es nada… el verdadero dolor lo cargo aquí —susurró, apenas separándose, la mandíbula tensa, los ojos empañados—. Toda mi vida ha sido una mentira. La persona en quien más confiaba me traicionó.
Sus lágrimas rodaron por mi cuello; cada gota era un eco de su agonía incrustada en mi piel. Sentí el temblor de su respiración, el calor de su miedo y su desconsuelo.
—Gabriel… me asustas. ¿Qué ha pasado? —quise separarme, pero me sostuvo con suavidad, impidiéndolo.
—Déjame quedarme un instante así —su voz se quebraba—. Esta será la última vez que pises tu casa.
Me congelé. Él lo sintió, y esta vez sí se apartó. Con un dedo limpió una lágrima que ni yo había notado.
—Siempre voy a preocuparme por ti. Perdona los problemas que causé. No fue tu culpa, yo me lo busqué.
Su tristeza era tan palpable como la lluvia que comenzaba a golpear los cristales de la ventana, dibujando hilos brillantes que acompañaban la densidad del momento.
—Gabriel, yo no quería que esto terminara así… —Mi corazón martillaba, los labios temblaban—.
—No digas nada —me interrumpió—. Tú siempre fuiste clara. El que se dejó arrastrar por sentimientos fui yo. Hoy lo pagaste con Noah y yo con mi madre. Eso es imperdonable.
Sus palabras me laceraban. ¿Cómo podía disculparse por sentir lo que yo también sentía?
—Esto no es solo culpa tuya —mi voz se quebró—. Si diste ese paso, fue porque yo abrí la puerta.
Él negó con un movimiento brusco, lleno de impotencia contenida.
—No busques culpas que no te corresponden. Fue mi riesgo. Mi locura.
En ese instante, mi madre volvió con la bolsa de hielo.
—Ah, entonces sí hablas. Pensé que la competencia te había dejado mudo —bromeó, logrando que Gabriel esbozara una débil sonrisa—. Seguidamente, le dio la bolsa.
—Como este joven te hace más caso a ti, entonces debes persuadirlo para que se deje sanar —añadió, con ese tono que mezclaba dulzura y autoridad familiar.
Gabriel tomó la bolsa con manos temblorosas, pero sus ojos no se apartaban de mí, como si en mí encontrara el único refugio posible en medio de su tormenta.
Cuando nos dejó otra vez a solas, respiré hondo y retomé el valor.
—Yo no soy inocente. Ese beso… lo sentí en el alma.
Gabriel se levantó del sofá, perturbado, como si mis palabras lo atravesaran. Yo bajé la mirada, avergonzada, sintiendo cada latido resonar en mi pecho.
—Casi muero, viéndote saltar por esas montañas… era como si quisieras matarte.
—¿En serio te preocupaste por mí? —preguntó, temblando.
—Mucho —confesé, mirándolo por fin a los ojos—. Estoy confundida, Gabriel. No sería justo que, mientras yo oscilo como un péndulo, tú sigas esperando.
Él tocó mi rostro con una delicadeza que me desarmó. Sus dedos eran suaves, casi tímidos, y, aun así, cargados de toda la intensidad que sus palabras no podían contener.
—Te amo, Lucía. Pero no quiero compartirte. No más discordias… No hay más desafíos. Esta noche… la inmadurez muere.
Quise hablar, pero las palabras se me ahogaban en la garganta.
—Gabriel… —apenas un hilo de voz. Mi corazón dolía con cada latido.
Nos pusimos de pie al mismo tiempo, frente a frente, como si el mundo se hubiera reducido a la distancia entre nosotros.
—Deseo lo mejor para ti —susurró, antes de besarme suavemente en la mejilla.
Mis manos temblaron, incapaces de sostener nada. Lo vi girar hacia la puerta, y entonces, con la voz rota y temblorosa, escapó de mí la frase que llevaba guardada como un secreto antiguo:
—Dicen que todos nacemos con un hilo rojo atado a quien amaremos por siempre. Podrá estirarse, enredarse… pero jamás romperse.
Él se detuvo. Giró, con pasos apresurados que resonaban en la habitación silenciosa, y me tomó por la cintura. Sus labios cayeron sobre los míos, y la distancia que creímos tener se deshizo en un instante. La herida de su nariz no importó; el mundo se redujo a aquel contacto ardiente y breve.
Cerré los ojos; sus labios eran un incendio eterno, y bebí su aliento como si nunca hubiera suficiente aire. Su deseo me quemaba, y mi cuerpo lo reconocía antes que mi mente. Pero entonces me aparté de golpe, asustada por la intensidad de mi propia reacción.
Él solo me miró, silencioso. En ese silencio entendí la verdad: era una despedida.
—Solo cuando hayamos superado nuestras pruebas… podremos estar juntos.
Abrió la puerta y se fue. El rugido de su moto se perdió entre la lluvia, dejando un vacío que calaba hasta los huesos.
Yo quedé allí, deshecha, sintiendo cómo la realidad me devoraba lentamente. Esa noche lo dejé marchar… sin atreverme a confesar que lo amaba más de lo que jamás me atrevería a aceptar, sin hacerle saber que, en realidad, era él quien me había llevado consigo.
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Editado: 23.09.2025