¿y si no es suficiente?

LA HERENCIA TRAE PRUEBAS.

Esa noche… otros demonios se desatarían, y nadie estaba preparado para enfrentarlos.

Nancy había pasado la madrugada en vela, con una copa de vino entre las manos. Eran casi las dos y Gabriel aún no daba señales de llegar. Javier, con cierta amabilidad, la había llamado para decirle que su hijo había ido a casa de Lucía. La noticia no la tranquilizó: temía que todo se agravara. Estuvo a punto de llamar a la muchacha, pero se contuvo.

—Dios mío, pongo en tus manos a mi muchacho. Líbralo de todo mal y devuélvemelo sano y salvo. —Se dejó caer en el sofá, la mirada fija en la ventana que daba a la calle.

Cerró los ojos, y los recuerdos la arrastraron hacia Lionel Duarte de León. Su historia con él había sido dinamita pura: amor a primera vista, noches robadas, viajes que aún ardían en su memoria. Recordó cómo la llevó a recorrer los Museos Vaticanos, insistiéndole una y otra vez: “No copies, Nancy. Dibuja desde tu alma”. También Venecia, donde bailaron bajo las estrellas al compás de Frank Sinatra. Esa misma noche, lo supo bien, había concebido a Gabriel.

—Fuiste concebido con amor, hijo mío —susurró, mientras las lágrimas le empañaban la vista.

El rugido de la moto la devolvió al presente. Nancy se secó con prisa el rostro y aguardó.

—Estuve preocupada después de que te marchaste —disparó en cuanto Gabriel cruzó el umbral. Él la miró, notando el rastro húmedo en sus mejillas.

—Estoy bien —respondió entre dientes.

—Hijo… no me alcanzará la vida entera para pedirte perdón. Debí habértelo dicho antes. Te fallé. Amaba tanto a tu padre que su recuerdo aún me duele.

Gabriel se tensó.

—No quiero hablar más del tema, mamá. Te lo ruego. Hoy fue suficiente. Necesito descansar… procesar… o quizá olvidar.

Nancy negó, con la voz quebrada.

—No podemos dejar esta conversación a medias.

—Mamá… —Él cerró los ojos, exasperado.

—Escúchame —insistió, dominando como podía su dolor—. Hilda Duarte de León ya sabe quién eres. Al verte, reconoció la sangre de Lionel. Te va a buscar.

Gabriel rio con sarcasmo.

—¿Acaso tiene una máquina de ADN en los ojos?

—No, Gabriel. Pero heredaste el mismo color de ojos de tu abuelo, Ethan Duarte de León, “el lobo gris”. Lionel me lo mostró en fotografías. Tú eres el único que los lleva. Lo sé… estás dolido, pero tenemos que hablar.

Gabriel dio un paso atrás, esquivo.

—Por hoy no quiero. Buenas noches.

Y se marchó, dejando a Nancy con las palabras atrapadas en la garganta.

Gabriel subió las escaleras con pasos rápidos hasta su habitación. Al entrar, trató de acomodarse, pero su mente, contra todo pronóstico, se apagó como en un trance. No vino el descanso. Algo distinto lo azotó: la sangre lo reclamaba.

La noche lo envolvió con un silencio espeso, roto de pronto por un grito desgarrado. Gabriel abrió los ojos dentro del sueño; el sonido lo atravesó como propio: un alarido humano, con un temblor animal en la garganta.

Ante él apareció una figura encorvada, desnuda de certezas. La piel sudada temblaba bajo la luna. No era un lobo, tampoco un hombre en calma. Era un cuerpo humano dominado por un instinto feroz: uñas clavándose en la tierra, la espalda arqueada, los músculos tensos como si quisieran desgarrarse desde dentro. Los ojos ardían con un brillo febril y los colmillos asomaban, cortando el labio ensangrentado.

Gabriel retrocedió, incapaz de discernir si observaba dolor o furia. La criatura gritó otra vez: un sonido que era lamento y amenaza, un eco capaz de estremecer el aire mismo del sueño.

Entonces, un murmullo surgió desde la lejanía. Una voz antigua, profunda, que no pronunciaba su nombre, pero lo reclamaba como si lo hubiera conocido desde antes de nacer. Gabriel giró la vista y, entre la neblina, emergió el mar.

Un barco avanzaba, oscureciendo el horizonte. La madera crujía bajo su peso, y en cubierta caminaban hombres de ojos intensos y piel curtida, rostros que parecían venir tanto del sur ardiente como de los confines helados del norte. Sus pasos retumbaban como tambores ancestrales.

Entre ellos, estaba él: el que gritaba en la noche, el que no era lobo ni hombre, sino umbral. Gabriel lo vio descender del barco, la mirada perdida en un destino aún oculto.

Por un instante, se enfrentaron. Los ojos de ese hombre eran idénticos a los suyos: el mismo fulgor, el mismo ardor salvaje, como si fueran un reflejo imposible.

La voz tronó dentro de él:

No le temas a tu sangre… tu herencia trae pruebas.

El sueño se quebró. Gabriel despertó jadeando, con la piel en llamas y el corazón golpeando en su pecho. Se llevó las manos a la cabeza, temblando.

—Debo estar perdiendo el juicio… —murmuró, frotándose las sienes.

Se sentó en el borde de la cama. El reloj marcaba las cuatro de la madrugada. Desde la ventana, la luna se ocultaba a medias tras las nubes, como si también temiera mostrarse por completo.

El día había sido agotador, pero no era el cansancio lo que lo mantenía despierto. Tampoco el dolor de la elección de Lucía por Noah. Era algo distinto: una presión bajo la piel, como si su propio cuerpo conspirara contra él.

—Debo estar somatizando… —se repitió Gabriel, buscando claridad mental, aferrándose al razonamiento como un náufrago a la madera—. Esa noticia que me reveló mi madre… mi origen.

El primer síntoma fue un zumbido en los oídos. Al principio leve, luego creciente, hasta volverse insoportable. Se llevó las manos a la cabeza, intentando ahogar el ruido. Respiró hondo, pero el aire se espesó, cargado con un sabor metálico. Hierro. Sangre.

Se incorporó de golpe y caminó hacia el baño. El corazón le martillaba el pecho, como si quisiera romperle las costillas. Sintió un ardor en las manos, en los huesos de sus dedos. Al alzar la vista hacia el espejo, retrocedió, horrorizado.

Sus pupilas estaban dilatadas de manera antinatural. El gris de sus ojos resplandecía con un brillo plateado imposible bajo la luz tenue. Eran los mismos ojos que lo habían mirado en el sueño, los que lo perseguían desde hacía noches.




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