¿y si no es suficiente?

LA CENA DE LOS LEONES

Alexander se contemplaba en el espejo mientras se afeitaba. Untó espuma en su quijada y deslizó la navaja con cuidado hasta dejar la piel suave como la de un niño. El bálsamo refrescó su rostro, y por un instante se permitió sonreír: sus músculos habían ganado definición, el pecho firme, el abdomen marcado. Había logrado lo que tanto se había propuesto.

La sonrisa, sin embargo, se desvaneció pronto. Los fantasmas regresaban. Esa noche habían decidido visitarlo.

Su madre nunca le dio amor. El dolor por las infidelidades de su padre la consumía y lo dejó crecer en un vacío afectivo. En la infancia, los niños lo habían convertido en blanco de burlas por su sobrepeso y su aspecto. Solo en la adultez, con disciplina y esfuerzo, logró perder peso. Dietas. Horas de gimnasio. Todo para poder vestirse con marcas exclusivas —Gucci, Prada— y sentir que al fin podía mirar a los demás desde arriba. Quería que el mundo se postrara a sus pies.

Pero nada bastaba. Noah siempre fue el favorito de su madre. Por más que Alexander se esforzara, sus victorias nunca tenían brillo ante sus ojos. Y lo mismo ocurrió con Ofelia. Ella también cayó rendida ante Noah.
¿Qué tenía su hermano, que él no?

El recuerdo lo golpeó con fuerza. Sabía bien lo que era amar a alguien que aparecía en tu vida solo para arrancarte la calma, para revolverte el mundo entero. Eso había sido Ofelia: la prueba viva de su tormento.

Suspiró, se ajustó la chaqueta y miró por última vez su reflejo. Esa noche su padre había convocado a sus tres hijos a cenar en la casa familiar. Alexander no pensaba faltar. Y menos después de haber oído que Noah se había ido a los puños durante la competencia de ciclismo extremo… por culpa de Lucía.

Un destello irónico cruzó sus labios.

—Veamos hasta dónde llegó todo este problema, hermano —murmuró, sonriendo con una sombra de triunfo antes de salir rumbo a la reunión.

Mientras Alexander abandonaba su apartamento con el gesto satisfecho de quien ha vencido a los fantasmas de la infancia —aunque en verdad lo arrastraban consigo—, en otro punto de la ciudad Noah recorría el camino hacia la misma cita. Dos hermanos, marcados por la misma casa, por la misma madre herida, por la misma ausencia paterna, avanzaban hacia un encuentro inevitable.

Noah.

Noah conducía rumbo a la casa de su padre. No era un secreto para nadie que detestaba poner un pie en esa propiedad: las paredes aún parecían impregnadas con las lágrimas de su madre, y vacías de todo lo que su padre nunca fue.

El recuerdo lo asaltó sin piedad. Las noches de su infancia estaban arrulladas por los sollozos de Claudia, que atravesaban las elegantes paredes como cuchillos. Acababa de dar a luz a Alexander y ya cargaba con la doble vida de su esposo, lejos del país. Noah había sido testigo de aquella agonía, que se agudizó con la muerte trágica de su abuelo Ethan. La oscuridad se había posado sobre la familia como un manto perpetuo. Y su padre no estuvo allí.

Aquella ausencia fue una herida abierta. Claudia se sumió en la depresión, y fue la nana quien se ocupó de Alexander. El padre jamás dio explicaciones. Fingió que ninguno de sus hijos sospechaba. Pero Noah sí lo sabía. Y había prometido que un día le diría las verdades que llevaba atoradas en el alma.

Miró el camino y pensó en Lucía. Su relación con ella era la grieta por la que esperaba colarse esa confrontación. Juró que, si se casaba, sería por amor, nunca por conveniencia, nunca para repetir la farsa que fue su historia con Ofelia.

El dolor lo acompañaba como un huésped silencioso. No podía perdonar a su padre. No podía aceptar la ausencia. Y, sin embargo, comprendía que tarde o temprano debía encontrar la manera de sanar, aunque Claudia ya no estuviera en este mundo.

Mientras el trayecto se acortaba, pensó en Alexander. Él tampoco lo había tenido fácil. Ambos habían crecido en medio de un matrimonio deshecho, escuchando a su madre llorar por las noches. Eran niños, pero los roles estaban invertidos: ellos cuidaban de ella, no al revés.

Noah cerró los ojos un instante y se preguntó en qué momento la relación entre él y Alexander se había quebrado. La respuesta surgió como un suspiro amargo:
Cuando Ofelia entró en nuestras vidas.

El coche se detuvo frente a la mansión. Un vigilante le dio acceso. Noah estacionó, respiró hondo y observó la fachada. Supo al instante que Alexander ya estaba dentro. Bajó del vehículo y, con un dejo de ironía en los labios, murmuró en voz audible:

—Que comience la función.

—Sea bienvenido, joven Noah —dijo Carlos al abrir la puerta y tomar su chaqueta.

Noah agradeció en silencio que el hombre no comentara nada sobre la inflamación aún visible en su rostro.

Al entrar, lo primero que sus ojos buscaron fue el cuadro de su madre, colgado sobre la gradería. Se detuvo un instante. El corazón se le encogió con la misma punzada de siempre. Podían pasar años, pero aquel dolor no se apagaba: aprendía a sobrellevarlo, sí, pero nunca dejaba de latir.

—Su padre y sus dos hermanos están en la sala de pool —informó Carlos.

—Gracias —respondió Noah, posando una mano breve sobre el hombro del hombre antes de encaminarse hacia la sala privada.

Al entrar, Aarón dejó el taco a un lado y se acercó a él con un cálido abrazo.
—Bienvenido, Noah.

Él correspondió con amabilidad, aunque sus ojos se alzaron enseguida hacia la barra: Lionel servía su infaltable whisky escocés. Al ver los moretones en la frente y la herida en la sien de su hijo, frunció el ceño con preocupación.

Alexander captó la reacción de inmediato. Giró la cabeza hacia Noah y sonrió al notar la mueca de desprecio que su hermano no intentó disimular.

Lionel dejó la botella y caminó hacia él.

—Por Dios, Noah… esto es serio. ¿Fuiste a la clínica para atenderte esas heridas?

—Me encuentro bien —respondió con frialdad—. No hay que hacer un alboroto por esto.




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