Sentirme enferma, agotada, con el cuerpo ardiendo de fiebre no significaba nada comparado con el dolor que veía en el rostro de mi abuelo. Su desespero era más potente que cualquier malestar mío.
Tenía que ser fuerte. Reuní lo que me quedaba de fuerzas y lo ayudé a levantar a mi abuela del suelo. Su respiración era dificultosa, cada jadeo me helaba la sangre. Con torpeza y nervios, logramos colocarla en la silla de ruedas. Me puse los primeros vaqueros y zapatos que encontré, y corrí a encender el coche de mi abuelo.
La lluvia caía a mares cuando lo ayudé a subir a mi abuela en la parte trasera del vehículo. Aceleré sin pensar, con la mente fija en la carretera. El dolor de mi propio cuerpo desapareció: lo único que importaba era llegar.
La autopista se me antojaba interminable. Mi abuelo, con las manos juntas, suplicaba a Dios que ella no muriera en el camino. Yo solo repetía en silencio:
—No llores, Lucía. Conduce. No llores.
Contra todo pronóstico, llegamos sanos y salvos al hospital. Entré corriendo a emergencias y pedí ayuda a gritos. Dos enfermeros salieron conmigo y sacaron a mi abuela del asiento trasero. Mi abuelo y yo los seguimos de cerca.
—Deben esperar aquí —ordenó un médico de guardia.
—¡No voy a separarme de mi esposa! —exclamó mi abuelo, con la voz rota y la terquedad de quien siente que el amor se le va de las manos.
Tuve que intervenir, contenerlo, convencerlo de esperar. Desde la puerta vimos cómo se la llevaban por el pasillo: inconsciente, hundida en un mundo al que no podíamos seguirla.
Mi abuelo se dejó caer en una de las sillas de la sala de espera. Yo me senté a su lado y lo abracé con todas mis fuerzas.
—Todo va a salir bien —susurré, tratando de creerlo también yo.
Mientras mi abuelo y yo aguardábamos noticias en la sala de espera, el tiempo parecía haberse detenido. El tic-tac del reloj se volvía insoportable, marcando cada segundo como un martillo sobre el pecho. Afuera, la ciudad seguía latiendo con indiferencia, ajena a nuestro dolor.
Porque la vida es así: mientras en un rincón alguien suplica por la vida de un ser amado, en otro lugar el mundo continúa girando, movido por ambiciones y disputas de poder.
Fue en ese mismo instante, a kilómetros de distancia, cuando las puertas de cristal de la empresa CDT de los Duarte de León se abrieron para dar paso a Alexander. Impecable, arrogante, con esa seguridad que lo envolvía como un traje a medida, agradeció en silencio la ausencia de su hermano.
Alexander había llegado más temprano que de costumbre. Estar en la compañía sin soportar a Noah era un lujo. Sonrió al recordar la golpiza que Gabriel Argüelles le había dado a su hermano: gracias a eso se había librado, al menos por unos días, de su molesta presencia.
—Ahora sí, a cumplir lo primero de mi lista —murmuró con satisfacción, llamando de inmediato a su asistente. Ordenó redactar una carta de despido y citó al jefe de recursos humanos.
—Nuestro director general se ausentará por problemas de salud —explicó con voz firme—. Mientras tanto, yo estaré al frente de las operaciones. Señor Jiménez, la empresa prescindirá de los servicios de la señora Anastasia Ruiz. Hay personal con más tiempo en la compañía, su puesto es innecesario.
El jefe de recursos humanos alzó la vista, incómodo.
—Disculpe, señor, pero eso no es motivo suficiente. Su expediente es intachable. Podría demandar por despido injustificado.
Alexander lo fulminó con una sonrisa cruel.
—No me importa si esa mujer lava pisos o si es inocente. Su hija es una trepadora que metió los ojos donde no debía. Así que entréguele la carta, páguenle lo que corresponda y no la deje volver.
El señor Jiménez tragó saliva. No le quedó otra que asentir.
—Como usted mande…
Alexander se quedó solo, reclinándose en su silla con un destello de triunfo en la mirada.
—Te gusta jugar rudo, Noah. Vamos a ver cómo respondes a este golpe.
Anastasia ya se había puesto el uniforme cuando la llamaron desde recursos humanos. Matilde la miró con extrañeza.
—¿Qué querrá el señor Jiménez? —preguntó, preocupada.
Anastasia no se sorprendió. Sabía de dónde venía la bala. Caminó por los pasillos hasta la oficina, tocó la puerta y entró. El jefe de recursos humanos la invitó a sentarse, pero ella se mantuvo de pie.
—Dígame, señor Jiménez, ¿para qué me mandó a buscar?
El hombre no hallaba cómo empezar, pero Anastasia lo interrumpió con calma gélida:
—Entrégueme la carta de despido.
El hombre suspiró y le tendió el documento, junto con un cheque.
—Lo siento mucho, señora Ruiz. Hubiera querido evitar esta injusticia.
Ella tomó el sobre sin mirarlo siquiera.
—No se preocupe. Sé que la orden viene de arriba. De Alexander Duarte de León.
En ese instante, su celular vibró. Contestó de inmediato al ver el nombre en la pantalla.
—¿Lucía?
—Mamá, debes venir al hospital. Mi abuela se puso mal.
En los altos pisos de la empresa, Alexander celebraba en silencio su pequeña victoria, convencido de que cada movimiento lo acercaba más al control absoluto. Ver salir a Anastasia le daba un placer infinito, había ganado una batalla.
Pero lejos de esos muros de cristal y ambición, otra batalla se libraba. Una más íntima, más brutal. Gabriel, marcado por la misma sangre que Alexander exhibía con arrogancia, comenzaba a descubrir que ese linaje no era un título… sino una condena.
El alma de Gabriel parecía el lugar perfecto para un funeral. Aunque la tienda rebosaba de júbilo, él sentía dentro un vacío insondable. Sus empleados lo recibieron con abrazos y vítores: afiches con su imagen adornaban las paredes, fotos de la competencia circulaban de mano en mano y hasta habían descorchado una botella de champaña para celebrar su triunfo.
Pero nada lograba arrancarle una sonrisa sincera.
El moretón en su nariz pasó inadvertido; sus compañeros estaban acostumbrados a las huellas de los deportes extremos. Ellos solo veían al vencedor, al ídolo. Él, en cambio, se veía a sí mismo como un espectro.
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Editado: 23.09.2025