“La sangre no olvida, aunque uno la niegue”
Momentos antes de que Gabriel llegara a la tienda
Eran las 7:30 de la mañana. El aroma del café recién hecho llenaba la cocina, pero no traía consuelo. Nancy había preparado el desayuno con esmero, como cada día, intentando sostener la rutina que se le escurría entre los dedos. Gabriel se sentó en la mesa en silencio, con la mirada hundida en el vacío. Tomó la taza entre las manos, pero apenas la llevó a los labios.
Nancy lo observó con el corazón encogido. Aquel mutismo, aquella frialdad, se estaban volviendo insoportables. Estaba al límite de sus fuerzas.
—Necesito ver tu nariz, Gabriel —dijo con suavidad, rompiendo el silencio—. Aún la noto inflamada. Quiero que vayas al médico por si hay alguna fractura.
—Está mejor —replicó sin mirarla, con tono seco—. Tengo prisa. No pienso ir a ningún doctor. Te recuerdo que por el deporte que practico he tenido lesiones peores.
Nancy intentó acercarse, pero Gabriel se levantó bruscamente, como si temiera el contacto.
—Hijo, por favor, no te vayas así —suplicó, con la voz quebrada—. Me duele que te aísles y me rechaces… hablemos. Saca lo que llevas dentro.
Él soltó una risa sarcástica.
—No querrás saber lo que siento.
—Ponme a prueba —pidió Nancy, mirándolo a los ojos.
Gabriel exhaló hondo, y por un momento el silencio pesó como plomo. Luego la miró fijamente.
—Me heriste, mamá. Siempre te tuve como una mujer sabia, fuerte, alguien que ayudaba a otros. Creí en ti, siempre estuve orgulloso de ser tu hijo… Y de repente, lo que más duele es descubrir que quienes más queremos son los que más nos hieren. Tú mantuviste una verdad oculta en toda mi vida.
Nancy dio un paso hacia él, intentando tocarle la mano.
—Aún soy esa mujer, Gabriel.
—¡No lo eres! ¡Nunca lo fuiste! —rugió, apartándose—. Me hiciste creer que mi padre me había abandonado, y tu silencio alimentaba ese vacío. Y de pronto me dices que Lionel te amaba… ¿Amaba? ¡Quien ama no engaña, quien ama no destruye! Lo peor es que si no hubiera ocurrido lo de Noah, nunca me lo hubieras dicho.
—¡Solo quería protegerte! —gritó Nancy, con lágrimas asomando—. No quería que me lo arrebataran, que te alejaran de mí.
Gabriel negó con la cabeza, respirando agitadamente.
—No podrás protegerme siempre. Ya soy un hombre, aunque no quieras verlo. He estado perdido en la oscuridad, y, aun así, sigo aquí, intentando mantenerme a flote. Pero no vale la pena, mamá. Estoy quemando los puentes… y no hay vuelta atrás. Estoy cayendo.
Se dio media vuelta sin esperar respuesta. Atravesó la cocina, salió al garaje y encendió su moto. El rugido del motor fue la última palabra que le dejó a su madre antes de perderse en la calle.
Nancy se dejó caer en la silla. Sintió que la tristeza la arrastraba como un río desbordado. Tapó su rostro con las manos y lloró hasta quedar sin fuerzas, aunque el llanto no alcanzó para vaciar todo el dolor.
No habían pasado diez minutos cuando sonó el timbre. Secó apresuradamente sus lágrimas y abrió la puerta. Al otro lado, imponente, estaba Hilda Duarte de León, escoltada por dos hombres corpulentos.
Nancy abrió la puerta y se encontró con aquella presencia que le heló la sangre.
Hilda Duarte de León, flanqueada por dos escoltas, la miraba con una sonrisa cargada de ironía.
—Hola, Nancy… —saludó despacio, disfrutando del efecto de sus palabras—. Te has puesto pálida, como si hubieras visto un fantasma. ¿O es miedo? Han pasado veintiséis años desde la última vez… veintiséis años en los que te escabulliste sin dejar huellas. Pero ahora entiendo el motivo. Esta vez no me costó encontrarte.
—¡Lárguese de mi casa! —escupió Nancy, con la voz quebrada de rabia—. Usted no es bienvenida aquí.
Hilda alzó una ceja, avanzando un paso, con la calma de quien se sabe dueña de la situación.
—¿De verdad creíste que podrías ocultarnos a Gabriel toda la vida? La sangre llama a la sangre. Lo vi con mis propios ojos: ese muchacho es hijo de Lionel. En su rostro está mi padre. Es el producto de aquel romance que tuviste con mi hermano en Italia.
Nancy apretó los puños.
—¡Lionel me engañó, Hilda! Me hizo creer que era libre. ¡No me hables de pecados!
—Ah… cómo detesto —replicó Hilda, con una sonrisa torcida— cuando las de nuestro género se esconden tras la herida y juegan a la víctima. Lionel fue un miserable, sí, pero eso no te daba derecho a negarle un padre a tu hijo.
Los ojos de Nancy brillaron con ira contenida.
—No quiero a ningún Duarte de León cerca de Gabriel. El no es hijo de Lionel.
—¿Todavía intentas negarlo? —se inclinó Hilda hacia ella, su voz descendiendo a un murmullo venenoso—. No seas ridícula. El linaje se siente, se huele. Tú no sabes lo que cargas en tu casa, Nancy Argüelles… —La miró fijamente, calculando su reacción—. Dime, ¿ya ha mostrado los primeros síntomas?
Nancy palideció.
—No sé de qué hablas.
Hilda sonrió satisfecha.
—Claro que sabes. Tu cara me lo confirma. Y créeme, vas a necesitarme. Porque lo que se avecina no lo vas a comprender.
—No me interesa nada de lo que tengas que decir. Gabriel no quiere saber de ustedes —respondió Nancy, intentando recuperar firmeza.
Hilda ladeó la cabeza, casi divertida.
—¿Y es lo que él quiere… o lo que tú deseas imponer? Ya es tarde, Nancy. En la competencia fui testigo de la rivalidad entre dos medios hermanos por la misma mujer. Te guste o no, Gabriel ya está entre nosotros. Esa herencia corre por sus venas y nada podrá borrarla.
Se enderezó, con una frialdad cortante.
—Ahorremos el espectáculo. No querrás que tenga que secuestrarlo para una prueba de ADN. Lo que se sabe, se sabe.
Nancy dio un paso al frente, la voz le temblaba, pero era de acero.
—Si tocas a mi hijo, Hilda, soy capaz de todo. Gabriel no es como ustedes.
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Editado: 14.09.2025