Estar sentada en la sala de hospital, viendo entrar y salir a personas con toda clase de problemas, era una tortura que no le deseaba a nadie. Me levanté para estirar las piernas; ya había pasado suficiente tiempo para recibir noticias sobre mi abuela.
El malestar físico volvió a hacerse presente. Por un instante pensé en pedir atención médica para mí. Pero al girar sobre mí misma y mirar el ajetreo de la sala de urgencias, desistí.
Me dirigí a la máquina de café. La cafeína había sido muchas veces mi aliada. Coloqué un billete y marqué el botón de café expreso. Tomé el vaso y bebí lentamente. El calor me recorría, despojando poco a poco los escalofríos.
En ese momento, vi a mi madre cruzar la puerta de emergencia. Le hice señas, y con pasos apresurados corrió hacia mí.
—¡¿Cómo está mi madre?! —exclamé, pero antes de poder acercarme, mi abuelo se nos unió.
—Aún no sale nadie a darnos explicaciones —dijo mi madre, con el ceño fruncido—. Estoy desesperada, hija. ¡Voy a derribar esa puerta si es necesario!
Anastasia lo detuvo con suavidad.
—Papá, respira. ¿Te tomaste la pastilla de la tensión?
El hombre asintió, apretando los labios.
—Quédate tranquilo, voy a averiguar —añadió Anastasia, dirigiéndose hacia la sala de información.
No hizo falta que llegara muy lejos. Un doctor, de unos cincuenta y seis años, salió vociferando con una carpeta en la mano:
—Familiares de la señora Amelia Ruiz.
—¡Soy su hija! —respondí, corriendo hacia él. Mi madre y mi abuelo nos acompañaron al instante.
—¡¿Qué tiene mi señora?!
—La señora sufrió un pre infarto.
—¿Pre infarto? —repite, sintiendo un nudo en la garganta y el corazón acelerado—. ¿Está grave? —Las palabras salían atropelladas de mi boca.
—El pre infarto es un desajuste en el funcionamiento del miocardio —explicó el doctor—. Una falla en este músculo provoca un fuerte dolor en el pecho porque el corazón no recibe el flujo de sangre ni el oxígeno que transporta.
—Doctor, muy buena explicación, pero ¿mi esposa está bien? —preguntó mi abuelo, con el rostro marcado por la angustia.
—Está fuera de peligro —dijo el doctor—. Le recetaré vasodilatadores para controlar la presión arterial y recomiendo cambios en la dieta. También caminatas ligeras; ayudará a aumentar el flujo de sangre hacia el corazón.
—Mi madre tiene otra condición: fue diagnosticada con Parkinson —intervine, conteniendo la voz temblorosa.
—Incluí terapias psicológicas —continuó el doctor— para mejorar la gestión emocional. Dígame, señora, ¿ha notado cambios en su ánimo? ¿Miedo, ansiedad, pérdida de motivación?
—Ha estado muy triste, se siente una carga y le cuesta dormir —respondí.
—Mandaré tratamiento para mejorar la calidad del sueño. Además, necesitaremos estudios completos para monitorear la evolución del corazón y el comportamiento general.
Vi cómo el rostro de mi madre se tensaba. Todos esos estudios representaban gastos que no sobraban.
—¿Cuándo podremos llevárnosla? —preguntó mi abuelo.
—En unas horas. Necesita estar en observación.
—¿Puedo verla? —su voz se quebró.
—Sí, pero solo una persona —indicó el doctor.
Mi abuelo nos miró y asintió.
—Ve, papá. Aquí estaremos —dije. Sin perder tiempo, se dirigió a la sala donde estaba mi abuela.
Quedándonos mi madre y yo solas, nos abrazamos con fuerza. Al contacto, percibió que mi cuerpo estaba caliente.
—¡Lucía, ardes en fiebre! —exclamó, separándose de mí para mirarme a los ojos.
Sentí la presión de su preocupación como un peso en el pecho. Mi frente ardía, mis manos temblaban ligeramente, y un escalofrío recorrió mi espalda. El miedo de perder a mi abuela y sentirme enferma a la vez me atravesaba de manera intensa.
—Hija, no luces bien… Desde anoche te has sentido indispuesta, llevas varios días así.
—Ya va a bajar, ahorita la prioridad es mi abuela.
—Y tú también, Lucía. —Mi madre no perdió tiempo y se acercó a recepción para pedir que me revisaran.
Sentí un escalofrío recorrer mi espalda y un temblor en las manos mientras esperaba. El calor del café que había tomado comenzaba a mezclarse con una fiebre que me hacía arder. La cabeza me daba vueltas y cada sonido en la sala parecía amplificarse. Los pasos de los enfermeros, los murmullos de las personas, todo golpeaba mis sentidos.
Una enfermera llegó rápidamente y me tomó la temperatura. Confirmó lo que ya sentía: 39 grados.
—Ven conmigo, el doctor Alonso va a revisarte —dijo, mientras yo respiraba con dificultad, intentando calmar el nudo en mi garganta.
Mis tíos llegaron entonces. Sus abrazos fueron un alivio inesperado. El tacto cálido me hizo sentir más segura, aunque mi corazón latía con fuerza y mi pecho estaba pesado de preocupación y fiebre.
—¿Cómo está mi madre? —preguntó el tío Gilberto, con la voz cargada de angustia.
—Tuvo un pre infarto, pero ya está mejor —le respondí, mientras un temblor recorría mis piernas.
—Quiero verla —insistió, apretando los puños.
—Hay que esperar. El médico nos explicó que la mantendrá en observación por unas horas. Lo mejor es que nos sentemos y tomemos un café, mientras tanto —sugirió mi madre, y mi tío asintió.
—¿Dónde está Javier? —pregunté, con la garganta seca.
—Viene en camino. Iba por mí, pero me adelanté —respondió mi tío.
—De seguro viene con Gabriel. Ambos parecen inseparables. Mi hijo no da un paso sin consultárselo a ese hombre… es como si no tuviera independencia —refunfuñó mi tía.
No pude quedarme callada:
—Gabriel no es mala persona. Ha ayudado a Javier a ser más independiente.
Los he visto trabajar por sus sueños; hacen un equipo maravilloso.
La mamá de Gabriel es una buena persona.
Deberías darle una oportunidad real antes de emitir un juicio tan duro sobre él…
Mi tía quedó sorprendida por mis palabras. Mi madre me tomó del brazo, evitando que la tensión aumentara.
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Editado: 23.09.2025