El doctor comenzó a palpar mis ganglios, revisó mi presión y todo parecía estar dentro de lo normal.
—Debe tratarse de un resfriado común, un virus. ¿Sientes alguna otra molestia aparte del dolor de cabeza? —preguntó mientras me observaba atentamente.
—Me duele el cuerpo —respondí, notando que un escalofrío recorría mi espalda y mis manos temblaban ligeramente.
El médico contempló el interior de mi garganta y revisó mis oídos, sin encontrar nada alarmante.
—Voy a mandarte a hacer unos exámenes sanguíneos para verificar que todo esté correcto. Necesito comprobar tus valores de hematología completa —dijo mientras comenzaba a escribir la receta.
—Paracetamol cada ocho horas, por si la fiebre persiste, muchos líquidos y reposo absoluto por 48 horas —agregó.
Salí del consultorio con un suspiro, intentando calmar el nudo en mi garganta. Mis pasos se dirigieron automáticamente hacia mi familia.
—¿Qué te ha dicho el médico? —Mi madre se acercó, con el ceño fruncido y la ansiedad reflejada en cada línea de su rostro.
—Al parecer se trata de un resfriado o virus. Me mandó reposo por 48 horas y unos exámenes sanguíneos —respondí, intentando sonar calmada, aunque mi fiebre me hacía sentir débil y mareada.
—Siendo así, entonces me aseguraré de que cumplas el reposo —dijo, tomando mi mano con firmeza.
—¿Mi tío ya entró a ver a mi abuela? —cambié de tema, buscando distraerme de mi malestar.
—Sí, hija. También estábamos revisando los precios de los exámenes que le mandaron a hacer a tu abuela… Dios mío, es un dineral —comentó con preocupación.
En ese instante, Javier irrumpió en la sala de espera. Al verlo, un calor de alivio me recorrió el pecho y no pude evitar correr hacia él.
—¡Es tan bueno verte aquí, Javier! —dije, abrazándolo con fuerza, sintiendo la firmeza de sus brazos y la seguridad que me transmitía.
Él me correspondió con suavidad, y luego se dirigió a mi madre:
—Tía bendición, ¿cómo sigue mi abuela?
—Está estable, tuvo un pre infarto —respondió mi madre, mientras Javier fruncía el ceño, preocupado.
—¿Pero está mejor? —pregunté, con un nudo en la garganta.
—Sí, está mejor. Lo que nos preocupa es la cantidad de dinero que necesitaremos para todos los estudios —explicó, con un suspiro. —Pienso cubrirlo con mi cheque de liquidez.
Al escuchar la palabra “liquidación”, sentí un escalofrío que me recorrió de la cabeza a los pies.
—¿Cómo qué liquidación? —pregunté, horrorizada. —¿Te despidieron?
—Sí, Lucía —respondió Javier con pesar, dedicándome una mirada que claramente decía: “Te lo advertí”.
—Debe haber un error, mamá. ¡Voy a hablar con Noah! —protesté, mi corazón acelerado por la indignación y la preocupación.
—Lucía, no vas a hablar con nadie. No fue Noah quien me despidió, sino su hermano Alexander —interrumpió mi madre con firmeza.
—Detesto a ese desgraciado y prepotente hombre… —empecé, pero ella no me dejó continuar.
—Nada, Lucía. No hay mal que por bien no venga. Prefiero estar desempleada que ver el rostro de Alexander Duarte de León —sentenció.
—Tía —intervino Javier—. Gabriel y yo necesitamos una asistente. Mi papá me contó cómo llevas un registro meticuloso de la condición de mi abuela, en carpetas ordenadas por fechas. Eso es exactamente lo que necesitamos. Por favor, acepta el trabajo. Ven conmigo y sé parte del equipo. Y los gastos de la abuela no te preocupen, los supliremos entre todos.
—Gracias, hijo… sí, acepto el trabajo —dije, sintiendo un alivio inmenso, mezclado con la ansiedad por todo lo que estaba ocurriendo.
—¡Perfecto! Solo tendrás que usar el coche del abuelo. Es más lejos que tu antiguo trabajo, pero mientras tanto servirá. Pronto abriremos otra sucursal —explicó Javier, con entusiasmo.
Mientras escuchaba la conversación, moría por preguntar por Gabriel. Mi madre pareció leer mis pensamientos y me lanzó la pregunta antes de que pudiera hacerlo:
—¿Gabriel vino contigo? Tu madre aseguró que él te acompañaría.
—No, Gabriel se quedó atendiendo a un cliente —respondió Javier, sin entrar en detalles. Su respuesta me dolió más de lo que esperaba.
Al poco tiempo, mi teléfono vibró: era Noah. Me alejé unos pasos para hablar con él.
—Mi abuela está en el hospital, tuvo un pre infarto… estamos con ella —le dije, sintiendo que mi voz temblaba por la fiebre y la preocupación.
—¿Está bien? —preguntó Noah, y en su tono percibí un dejo de miedo.
—Sí… está mejor.
—¡Voy inmediatamente para allá! —exclamó antes de que pudiera decirle que no hacía falta. Sabía que él no estaba al tanto de lo ocurrido con Alexander Duarte de León, y era mejor que la noticia de la empresa no se mezclara con la preocupación por la abuela.
Gabriel.
“Necesito escapar de todo lo que era conocido para mí y que me hacía sentir reconfortado… Mi entorno se ha vuelto un campo minado”, reflexionaba Gabriel, dejando atrás la conversación con Hilda Duarte de León. Con pasos apresurados, se subió a su moto y arrancó con determinación.
Hilda seguía cerca del negocio de Gabriel, vigilando desde su vehículo. Al verlo partir, ordenó a una de sus escoltas:
—Síguelo.
El hombre asintió y puso en marcha la instrucción.
Gabriel activó sus escudos mientras aceleraba, notando enseguida que uno de los hombres de Hilda lo perseguía.
—Quieren jugar… ¡Que comience la función! —gruñó, mientras maniobraba por caminos estrechos, entre carros, disfrutando el desafío. Si había algo que Gabriel amaba era la adrenalina.
El vehículo que lo seguía hacía lo imposible por no perderlo de vista. Gabriel sonreía, sintiendo un placer casi salvaje.
—Ya me aburrió esta persecución. Es hora de dejarlos en el polvo —dijo, acelerando aún más y tomando un atajo que lo dejó atrás.
Con la distancia asegurada, disminuyó la velocidad. El rostro de Lucía apareció en su mente, punzante y dulce.
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Editado: 23.09.2025