¿y si no es suficiente?

EL PESO DEL AMOR

Noah conducía, los dedos aferrados al volante, mientras su mente se debatía entre la ira que sentía por la reacción de Alexander y la necesidad de entender en qué momento él mismo había hecho algo tan grande que provocara que su hermano lo odiara tanto. La tensión en sus hombros era casi palpable.

Encendió el manos libres y ordenó a la inteligencia artificial:
—Siri, llama a Alexander.

Un pitido y la voz mecánica respondió:
—En este momento no puedo atenderte. Deje su mensaje después de la señal.

—¡Maldición! —gruñó Noah, apretando los dientes—.

Respiró hondo, pensando en llamar al señor Jiménez, pero desistió. Al fin y al cabo, él solo seguía órdenes de Alexander, y Noah conocía demasiado bien lo tóxico y despreciable que podía ser su hermano. La familia lo mantenía siempre bajo control por su incapacidad de medir sus emociones.

—Siri, llama a Jennifer, mi asistente —ordenó, intentando recuperar algo de calma.

El repique del teléfono sonó unos segundos antes de que Jennifer contestara:
—Buenas tardes, señor Duarte de León. ¿Qué necesita?

—Jennifer, necesito saber si Alexander está en la compañía.

—En un momento, se lo confirmo —respondió ella.

Noah continuó manejando, con la vista fija en la carretera, mientras la espera le parecía eterna. Minutos después, Jennifer volvió a la línea:
—Señor, la asistente de Alexander indica que salió antes del almuerzo a resolver asuntos, sin dar más detalles.

—Interesante —murmuró Noah, frunciendo el ceño.

—¿Desea que investigue algo más?

—No, gracias. Mantenme al tanto de cualquier cambio —respondió, colgando y marcando de inmediato a uno de sus hombres de confianza.

—Señor Duarte de León, ¿en qué puedo ayudarlo? —preguntó el hombre al contestar.

—Necesito la ubicación exacta de mi hermano Alexander. Su GPS está apagado.

—Será un placer ayudarlo, señor. Dame veinte minutos y haré lo imposible —dijo Jeremías, con un brillo en los ojos que delataba su desagrado por Alexander.

Noah apretó los labios, respirando profundamente, mientras un calor de frustración le subía por la nuca. Cada segundo sin información parecía multiplicar la rabia y la necesidad de control que lo caracterizaban. Mientras el motor del coche vibraba bajo sus manos, juró no descansar hasta encontrar a su hermano y entender cada movimiento detrás de esa fachada fría y calculadora.

Lucia.

¿Qué diferencia había entre una clínica de lujo con todos los gastos cubiertos y los servicios de un hospital común? Mientras observaba cómo a mi abuela la acomodaban en una habitación privada, rodeada de enfermeras y enfermeros atentos a cada monitoreo, no podía dejar de pensar en Gabriel.

Uno de los médicos tratantes hablaba con mi madre y mi tío; yo los observaba desde una distancia prudente, intentando no interrumpir. Me senté en uno de los bancos de espera, todavía con la aguja marcada en el brazo después de los exámenes que me habían tomado. No había desayunado; un café era todo lo que mi estómago contenía, y mi apetito parecía haberse esfumado con la urgencia del día.

Javier se acercó y me tomó de la mano.

—Estás muy pálida, Lucía. Vamos al cafetín a que comas algo. Yo invito y no acepto un no como respuesta —dijo, su voz firme pero cargada de preocupación.

Lo miré y, a pesar de todo, no pude contarle que había visto a Gabriel.

—Tienes razón… vamos —acepté, esbozando una pequeña sonrisa.

Caminamos por los pasillos hasta la cafetería de la clínica. Era amplia y luminosa; Javier se quitó su chaqueta y me la colocó encima. Nos sentamos, y uno de los mesoneros se acercó con una sonrisa amable, listo para tomar nuestra orden.

—Lucía, pide lo que quieras —me animó Javier, observándome con atención.

—Un sándwich de queso, por favor —dije, insegura.

—¿Solo eso? —preguntó el mesero.

—Sí, es lo único que me provoca —respondí, con un leve suspiro.

—El sándwich de pollo está muy bueno, se los recomiendo —sugirió.

—Entonces tráigame uno de pollo —acepté, sintiendo que la comida era lo de menos.

—¿Y de beber?

—Un té de manzanilla para mí —respondí sin dudar, buscando algo que me calmara.

—Perfecto. ¿Y para el caballero?

—Yo necesito un chocolate caliente —sonreí mirando a Javier; era una de sus pequeñas adicciones, como la de Verónica.

El joven se retiró, dejándonos solos. La cafetería parecía tranquila, pero mi mente estaba lejos de ahí, atrapada en la imagen de Gabriel.

—Lucía, necesito hablar contigo seriamente sobre lo que dijo Noah delante de toda la familia —dijo Javier, con un tono que combinaba preocupación y firmeza.

—¿Qué quieres saber? —pregunté, intentando sonar neutral.

—¿Tú realmente quieres casarte siendo tan joven? Apenas vas a graduarte de la universidad. Sería un suicidio si lo consideras ahora —me advirtió, mirándome con seriedad.

Sentí un nudo en el estómago. Las palabras de Javier chocaban con mis propios sentimientos, y mi mente volvía, inevitable, a Gabriel, a sus ojos, a su beso. Mientras escuchaba a Javier, mi corazón latía con fuerza y un torbellino de emociones me recorría: miedo, deseo, confusión… y una verdad que todavía no podía enfrentar.

—Él habló de planes futuros, no ahora —Javier sonrió, como queriendo decir «qué inocente».

—Llámame obstinada, ave de mal agüero… —dijo, mirando mi taza de té—, pero necesito que entiendas que no deseo que te sientas persuadida por el hecho de que él pagó esta clínica para mi abuela. Si algo he aprendido en la vida es que nadie da nada gratis; yo pienso cubrir cada centavo.

—Por favor, Javier, deja, aunque sea por hoy el orgullo —Javier suspiró—. Noah no lo hizo para atarme, fue un gesto que salió del corazón.

—Puedes decir lo que quieras, pero hay algo en él que no me termina de convencer —replicó Javier—. Y no lo digo porque sea amigo de Gabriel. Esta relación ha sido tan apresurada… No llevan ni cuatro meses de novios y ya el tipo quiere formar una familia contigo.




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