—Señorita Lucía Ruiz, sus exámenes de laboratorio están listos. Por favor, pase para que el médico los revise —anunció la enfermera.
Mi mamá estaba cerca, y a unos metros el tío Gilberto firmaba junto al abuelo el papeleo del alta de mi abuela.
Noah había insistido en cubrir todos los gastos, lo que generaba incomodidad tanto en Javier como en mi tío. Demasiado dinero, demasiada intromisión.
—Entra, hija, para que el médico te examine. Yo voy a ver qué están tramando los tercos de la familia —me dijo mamá con una sonrisa cansada.
Respiré hondo y caminé hacia el consultorio. El doctor me tendió la mano con formalidad y me indicó que tomara asiento.
—Buenas tardes, señorita Ruiz. Soy el doctor Santoro. El señor Duarte de León me comentó que ha tenido fiebre y malestar general. Cuénteme con sus palabras qué ha sentido.
—He tenido fiebre, y como… quebrantos, una sensación rara. También dolor en ambas muñecas, dolores de cabeza y bastante fatiga. A veces mareos.
—¿Todavía siente el dolor articular?
—Ahora mismo no. Aparece y desaparece. Siento que todo es por estrés —respondí, encogiéndome de hombros.
Él comenzó a llenar mi expediente.
—¿Edad?
—Veintiuno.
—¿Antecedentes familiares de hipertensión, diabetes, cáncer o enfermedades autoinmunes?
—Mis abuelos tienen la presión alta, y a mi abuela le diagnosticaron Parkinson en etapa dos. Hace poco tuvo un preinfarto.
—¿Y su padre? ¿Sabe si padece alguna condición? Diabetes, artritis, algo similar.
La pregunta me dejó en silencio. ¿Qué podía saber yo del hombre que solo había aportado su semilla para que yo existiera? Hablar de él con mamá era como encender una bomba.
—No lo sé, doctor. Nunca conocí a mi padre biológico.
El doctor levantó la mirada con un gesto de disculpa. Odiaba ese tipo de miradas: compasivas, como si mi historia me volviera menos.
—Entiendo, sigamos. ¿Estudia o trabaja actualmente?
—En unos meses me gradúo en matemáticas puras. Trabajo medio tiempo en una boutique mientras tanto.
—Felicitaciones, pocos aman esa carrera —respondió con una media sonrisa antes de ponerse serio—. Ahora necesito revisarla.
Me tomó la presión, revisó la garganta y los oídos, palpó los ganglios del cuello y se detuvo.
—Aquí hay uno inflamado. ¿Le duele?
—No.
—Bien. Lo único fuera de lo normal es ese ganglio. Ahora veamos sus análisis.
El doctor hojeó los papeles en silencio hasta que suspiró.
—Tiene la hemoglobina un poco baja, en 10, cuando debería estar en 12. Las plaquetas también están apenas por debajo. Pero lo más llamativo es la V.S.G., su velocidad de sedimentación globular: salió en 33, cuando el rango normal es entre 0 y 20.
—¿Qué significa eso? —pregunté, nerviosa.
—Es un valor que indica inflamación en el cuerpo. Puede subir por muchas razones: infecciones, procesos autoinmunes, incluso algo tan simple como la menstruación. Lo que ocurre es que no nos dice exactamente la causa. Y usted mencionó dolor articular, así que quiero ser precavido.
Sentí que el estómago se me apretaba.
—¿Es grave?
—No necesariamente. Pero vamos a pedir pruebas más específicas para descartar cualquier cosa. Mientras tanto, colóquese tres inyecciones de complejo B12, y, procure comer alimentos ricos en hierro y vitaminas: zanahoria, remolacha, apio, agua de coco… Eso la ayudará con la fatiga.
—Está bien… —murmuré, aunque los nervios ya se me trepaban por la garganta.
—No se preocupe, señorita Ruiz. No es momento de alarmarse, solo de cuidarse.
Asentí en silencio, tomé mis resultados y los guardé en la cartera. Con lo de mi abuela ya tenía suficiente peso sobre mis hombros; no podía sumar otro más.
Cuando salí, toda la familia se reencontraba en la sala principal de la clínica. Un enfermero traía a mi abuela en silla de ruedas. Al vernos sonrió, y esa sonrisa me llenó de alivio. La escoltamos hasta el carro de mi tío Gilberto. Mamá se fue con el abuelo, y yo subí al auto de Javier. Entre los tres vehículos logramos repartirnos para que nadie quedara solo.
Antes de irnos, el enfermero nos dio varios medicamentos para el tratamiento de mi abuelo; todo iba por cuenta de Noah.
—Ese caballero está bien interesado en ti —dijo mi tío Gilberto.
—Así es —le aseguré—, y Javier negó con la cabeza.
—Mejor nos vamos, ya quiero salir de este lugar —se quejó mi mamá
Noah.
Jeremías había rastreado la ubicación de Alexander. Lo curioso era que no estaba solo: Ofelia lo acompañaba.
—A estas alturas ya nada me sorprende —murmuró Noah, mientras giraba el volante con firmeza camino al restaurante donde almorzaban.
Estacionó en el aparcadero y, sin perder tiempo, descendió del vehículo. Apenas cruzó la entrada, un mesonero lo interceptó con una sonrisa nerviosa.
—Señor Duarte de León, qué grata sorpresa. Si nos hubiese avisado, le reservábamos la mejor mesa.
—No vengo a comer. Necesito hablar con mi hermano Alexander. ¿Está aquí?
—Sí, en la zona VIP… si gusta, lo acompaño.
—No hace falta —replicó Noah con frialdad, caminando directo hacia las puertas corredizas.
Las abrió de golpe. La risa ligera de Alexander y Ofelia se quebró al instante. La incomodidad llenó el aire cuando Noah cruzó el umbral, tomó una silla y se sentó sin ser invitado.
—Qué interesantes reencuentros —dijo con ironía.
El rostro de Alexander se tensó. Ofelia, sonrojada, trató de salvar la escena.
—Noah… esto no es lo que piensas. Solo estamos almorzando, no hay nada de malo aquí.
—Ahórrate las excusas, Ofelia. —Su mirada fue un filo—. Tú y yo no somos nada. Me da igual si ahora calientas la cama de mi hermano.
El rubor de vergüenza en el rostro de la mujer se transformó en ira, pero antes de que respondiera, Alexander se levantó de un salto.
—¡No te permito que le hables así!
—¿Permitir? —Noah soltó una carcajada seca—. Aquí el único que permite soy yo. ¡Eres un parásito, Alexander! Te atreviste a despedir a la madre de Lucia solo para molestarme. ¡¿Qué te he hecho yo, dime?! Todo lo que me hace feliz intentas arrebatármelo. No eres más que un envidioso… recogiendo lo que yo dejo atrás. —Su mirada se clavó en Ofelia como una daga.
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Editado: 23.09.2025