Mientras el vehículo avanzaba entre calles abarrotadas de tráfico, mi mente vagaba errante, posándose en los rostros de los transeúntes como si buscara respuestas en ellos. Tenía ganas de llorar y, más que nada, de que alguien aliviara el peso que me hundía los hombros. Me descubrí pensando en mi padre, preguntándome cómo sería su rostro. Lo necesitaba, necesitaba su protección… y me sentía como una casa sin techo, expuesta y vulnerable.
Un sentimiento corrosivo de desmerecimiento comenzó a instalarse en mi alma. ¿Por qué diablos nunca me quiso? ¿Ni siquiera tuvo un destello de curiosidad por saber quién era yo?
—¿Se encuentra bien, señorita? —preguntó el chofer al notar mi sollozo.
—Estoy bien… —mentí.
Sin dudarlo, me tendió un pañuelo.
—Todo día gris tiene un sol que amanece. Ninguna oscuridad es eterna, señorita. Se lo digo yo, que he visto los milagros de Dios.
Sonreí débilmente ante su intento de levantarme el ánimo.
Al poco rato llegamos a mi destino. Pagué la carrera y le agradecí su bondad antes de descender. Al entrar en la casa, fui directo a ver a mi abuela, dejando tras la puerta mis traumas y las intrigas de Ofelia. Ella dormía plácidamente. Mi abuelo, sentado a su lado con un libro en las manos, me guiñó un ojo y me pidió silencio con un gesto de su dedo. Asentí en silencio y me retiré rumbo a mi habitación.
Me dejé caer sobre la cama. Eran apenas las cuatro de la tarde, pero un desespero abrasador me vaciaba el pecho. Entonces, como un relámpago, Gabriel irrumpió en mis pensamientos. Su recuerdo tenía la fuerza de un hechizo que me arrastraba sin remedio. Incapaz de resistir, me levanté y busqué a mi abuelo para no interrumpir el sueño de mi abuela.
—¿Estás bien, hija? —preguntó al verme agitada.
—¿Dónde está mi mamá?
—Salió con tu tío a comprar unas cosas para tu abuela. ¿Por qué?
—Necesito pedirte el carro por tres horas —traté de sonar tranquila.
—¿Puedo saber a dónde vas?
—A casa de Verónica… olvidé unos apuntes de asesoría.
Él me observó unos segundos antes de asentir.
—Está bien, pero conduce con cuidado y vuelve temprano. Sabes que solo tenemos un coche para emergencias.
—Te prometo que regresaré antes de las siete.
Mi abuelo me entregó las llaves confiando en mi palabra. Subí a mi cuarto, me puse una sudadera y tomé un ibuprofeno para apaciguar el malestar. Luego bajé al garaje y abordé el coche. Apenas apoyé las manos en el volante, la imagen de Gabriel se clavó en mi mente como un conjuro inquebrantable. Arranqué el motor con premura, antes de que mi madre regresara: no estaba dispuesta a dar explicaciones a nadie.
Ya en carretera, grabé un audio para Verónica, dándole instrucciones sobre qué responder en caso de que mi mamá la llamara.
—¿Y a dónde vas que necesitas una coartada? —replicó enseguida—. ¡Noah y tú ya son novios formales! Se supone que esas escapadas misteriosas se acabaron.
No respondí de inmediato. Lo que iba a hacer no era algo que pudiera confesar por mensaje.
—Luego te explico —dije finalmente, y silencié sus notificaciones.
—¡Qué diablos estás haciendo, Lucía! —me recriminé en voz baja, golpeando con fuerza el volante. No podía entender las contradicciones de mi mente; lo único que me dominaba era la necesidad desesperada de verlo. Su rostro herido en el estacionamiento, la sombra de decepción en sus ojos, y ese “adiós” que había pronunciado como una condena me perseguían sin tregua.
—¿Qué me has hecho, Gabriel Argüelles? —susurré, ahogada en mi propio desconcierto—. Todo estaba en equilibrio… todo en orden. Y entonces llegaste tú, como un huracán, y derribaste mi mundo.
Quien me hubiese visto hablando sola pensaría que estaba loca. Quizá lo estaba. Solo una desquiciada se lanzaría a semejante contradicción: huir de Noah para correr hacia el mismo hombre al que había herido.
Las calles quedaban atrás a toda prisa. La ansiedad me punzaba el pecho; cada kilómetro que avanzaba era un hilo invisible que me ataba más a él.
Una hora y media después, me encontré frente a su casa. Me detuve justo a tiempo para ver salir a Javier, seguido de Gabriel. Cuando se despidieron, sentí cómo el corazón me martillaba con violencia contra las costillas. Esperé inmóvil, oculta dentro del auto, hasta que por fin él quedó solo.
Lo vi observar cómo mi primo se alejaba, sin notar que yo estaba a pocos metros. Mis manos temblaban sobre el volante. Sabía que si no salía en ese instante, si no cruzaba esa línea de miedo, perdería algo que ningún otro futuro podría darme.
—Dios mío… ¿Y si de verdad estamos destinados? —me ahogué en mis propios pensamientos, incapaz de negarlo más.
Respiré hondo, abrí la puerta y caminé hacia él.
—Gabriel… —pronuncié su nombre con un hilo de voz.
Él giró sorprendido. Sus ojos se abrieron como si no pudiera creer que yo estaba allí.
—Lucía… —susurró, apenas un murmullo que me estremeció por completo.
Mis pasos se aceleraron y, cuando estuve frente a él, sentí que las piernas me iban a fallar. Mi mente se nubló, mi respiración se quebraba; en ese momento, Gabriel era el único oxígeno posible. Me lancé hacia sus brazos, lo abracé y busqué su boca con desesperación. Él respondió al instante, como si hubiera estado esperando lo mismo.
Me alzó en un impulso y me empujó suavemente contra la pared, besándome con una pasión que me incendiaba. Sus manos recorrían mi espalda con urgencia, con una ternura que al mismo tiempo quemaba. Nuestros labios se devoraban hasta dejarnos sin aliento.
—Perdóname… —jadeé entre beso y beso, apenas pudiendo articular palabra—. No sé qué demonios hago aquí, no entiendo qué me pasa… solo sé que necesitaba verte.
Gabriel me abrazó con tanta fuerza que casi me dolió. Cuando al fin separó sus labios de los míos, me sostuvo por los hombros, mirándome con un torbellino en los ojos: rabia, dolor, deseo.
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Editado: 23.09.2025